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informe 477
MI GUARDAESPALDAS ESTÁ DE MOSCOSO
(la calle es de los idiotas)

de Arturo Montfort

Dice la dependienta de la ferretería, una mujer de belleza dominical, grande y espléndida, proporcionada en las partes visibles de su cuerpo, tras el mostrador, del tipo rubia teñida sin complejos y con esa sonrisa de haber disfrutado de lo lindo en sus vacaciones en La Escala

(sin glamour en su vestuario, porque eso está destinado a las pretorianas, que gastan tallas inferiores a la 40. Las pretorianas tienen algo de falso, de chica de pasarela, que autovomita después de cada comida. Se las detecta por su cara de espanto ante un delicioso donut. Se pasean a sí mismas con sus andares romanos, con sus cinturas de porcelana, sus largas piernas y su garbo famélico por el centro de la ciudad: Puerta del Ángel y aledaños, Paseo de Gracia, Ensanche y zona Pedralbes. Territorio comanche, que digo yo)

que la plancha Mulinex que me va a vender es de lo mejor (36 euros), con dispositivo de vapor y todo eso. Me dice que sobre las arrugas eche primero el agua vaporizada (normal o destilada) y luego con el otro botón le dé al vapor y plis plas, un poco de habilidad y la camisa como nueva, y sobre todo, insiste de forma muy simpática, está dispuesta a venderme una tabla de planchar de las de agujeros, que esas son las mejores, imprescindible, oiga, ahora mismo no tengo pero vuelva otro día, si quiere. Y también me ofrece sus clases de cocina, en las que cada vez hay más hombres, afirma

(y yo le digo, es usted capaz de venderme una lavadora cuando vengo a comprar una plancha, y ella responde, no tengo lavadoras que si no....)

Una sirena como de fábrica de tornillos me despierta e interrumpe mi reparadora siesta. Me levanto como un autómata de papel cartón y me dirijo hacia donde más o menos intuyo que procede la mencionada intrusión acústica, sin saber muy bien, esa es la verdad, lo que estoy haciendo. Abro la puerta y me encuentro con dos individuos. Éstos sí parecen saber a lo que están. Son dos operarios de Roca Condal.

Jóvenes incombustibles de buena planta, frescos como un bollo de pastelería a las 9 de la mañana. Parecen recién salidos de un cursillo de comunicación no verbal y compostura profesional. Y es que ahora se lleva lo profesional. Me miran, eso sí, impertérritos, al encontrarse con mi rostro soñoliento de bañista en paro y pinta de muñeco desmañado con pijama a topos. Creo yo que ni un marciano les alteraría de su misión: reparar la caldera de la calefacción, avería código 06, bolsa de aire, ellos dirán dónde

(y yo seguiré sin enterarme de la misa la mitad. Somos los del gas afirman, con la misma contundencia que dos agentes de Matrix)

Cuando firmo el "conforme", el más ajustado al tipo Matrix, es decir, el oficial primera reparador, se me queda mirando y me suelta, ¿oiga...? esto... ¿usted no es escritor... y publicó un libro, y quebró la editorial y tal y tal?

¡Bingo!

(y compruebo, avergonzado, que como buen amo de casa desesperado de la vida, en la anterior avería debería estar necesitado de conversación, cariño y reconocimiento mutuo y, según parece, le endosé el rollo de mi último libro publicado, ese mismo cuyos ejemplares no vendidos reposan cuidadosamente ordenados en el cajón inferior de mi cama, es decir, que duermo sobre mi obra)

*

Charo, la dependienta de la Óptica Universitaria, trabaja hasta las nueve de la noche.

(en la Óptica Universitaria, en la zona de Pedralbes, rompen precios y, además, oigan, ofrecen un trato personalizado, marcas de prestigio, etc. Ideal para llegar al final de mes, parados, funcionarios, ascensoristas y gente poco productiva en general)

y, sin embargo, ni un rastro de fatiga en su rostro (deben hacer turnos, me digo yo). Cuando escucho ¿Señor Montfort, por favor?, percibo en mi interior una agradable sensación de cliente preferente. Ni un atisbo de sorna en sus ojos cuando le cuento que justo cuatro días antes de iniciar las vacaciones se me cayeron las gafas de la mesita de noche y se cascó un cristal por 143 euros, y tampoco la esperada sonrisa burlona cuando le confieso que, quince días después, en plenas vacaciones, y después de practicar el sexo en el páramo selvático del Baix Ebre, aplasté con mi pie, talla 43, el otro cristal por valor de 90 euros (admiren la diferencia). Charo no me llamó Señor Gafe, dijo Señor Montfort. No me digan que no es de agradecer...

(un alivio, la verdad, la autoestima a veces se quiebra por nada, una gota que desborda el vaso, un teléfono que no acaba de sonar, un silencio donde no cabe ni tu propia voz, una caída de la bolsa, un contestador que chirría ante una voz cicatera e indecisa, un exceso de torpeza con el coche por valor de 180 euros, todo eso que intentamos en vano que conste en acta como fruto de la mala suerte)

Algo ha cambiado, sin embargo, en este país, porque el operario de la lavadora se presenta, al día siguiente del aviso, previa atenta llamada a mi teléfono móvil. Su maleta es digna de un ejecutivo de alta graduación. ¿No carga el agua? Hummm... Pero el motor funciona, digo yo. Hummm... responde él, mientras maneja la lavadora, con igual pericia y agilidad con la que yo conduzco mi mando a distancia. Comprendo que el segundo Hummm quiere decir, más o menos, déjeme tranquilo, yo a lo mío y usted a lo suyo, oiga, soy un profesional. Percibo también una cierta decepción por no encontrarse con la habitual ama de casa que le acribilla a preguntas y le cuenta lo bien que iba la lavadora hasta que regresó de vacaciones y patatim patatam, por eso lo dejo en paz. ¿Somos profesionales, o no?

(¡señor!, me reclama desde la galería, hurgando en sus instrumentos de cirugía electrodoméstica, mientras yo estoy regando las plantas, no sea que me confunda con el amante sarnoso de la ama de casa, y también por aquello de las apariencias, practicando alguna tarea útil en consonancia con las circunstancias, ¡Ya esta listo! remata. Era.... bueno, para qué contarles. Les pasaría lo mismo que a mí. ¿A quién no le falla una válvula al regreso de unas vacaciones pasadas por agua?

Fatigado por tanto deterioro doméstico, necesitado de aire fresco, quedo con mi amigo Bardinovi para que comparta conmigo una tregua consistente en cine, copa y divagaciones varias. Como somos moderadamente valientes (bueno, él un poco más que yo, dejémoslo en que Bardi es John Wayne y el menda James Stewart), vamos a ver Ineesfree (1990), esa reliquia para cinéfilos de José Luis Guerín, nuestro documentalista por excelencia (para quien no esté al loro, su última película es En construcción). Compro las entradas y me coloco disciplinadamente en la cola mientras sigo leyendo a Bukowsky. "Yo no amo a la humanidad" dice nuestro clochard más marrano, en la página 69 de un librito absolutamente prescindible llamado Lo que más me gusta es rascarme los sobacos (un libro con entrevista, oportunista donde los haya, 110 páginas, aburrido y repetitivo). Lo cierto es que las historias de Bukowsky atrapan y desperezan, pero llega un momento que llegan a cansar. Puedo, sin embargo, estar de acuerdo con la afirmación del señor Chinasky, Hank para los amigos, sobre la tal humanidad, pero cambio rápidamente de opinión cuando una mujer se abalanza sobre mí y me suelta a boca de cañón, oye, perdona, ¿tú eres del Inem? Me la quedo mirando tratando de encontrar la foto de su cara entre las 400 fichas de mi archivo de personal, sin resultado alguno. Tiene cabellos castaños tirando a caoba y ojos claros.

(no me pregunten por qué, pero me recordó a Isadora Duncan. Luego comprobaría que, además de gran bailarina, es un torrente de vitalidad y una conversadora infatigable)

pero en ese momento me quedé únicamente con la aparición de sus ojos claros a la luz de la noche. Me dijo, "mira, me manda Manuel Bardavio, que no puede venir, que le ha salido un contratiempo a última hora y vengo yo en su lugar, si no te importa". Créanme cuando les digo que no dijo exactamente eso, pero era lo mejor que podía haber dicho, esa es al menos mi modesta opinión. Repuesto de la sorpresa, acaricié la idea, por supuesto. Poco importaba que dijera que me había reconocido por la descripción de mi camisa siendo, como era, totalmente imposible que Bardavio supiera que camisa llevaba yo esa noche, pero ya lo dijimos en el informe anterior, que no hay peor sordo que el que sólo desea oír lo que le interesa, y claro, Isadora, cuando me vio venir se apresuró a deshacer el entuerto señalándome, cinco metros más arriba de la calle Torrijos, a Bardinovi, acompañado de una rubia de metro sesenta y ocho, y entonces entendí la broma.

Claro que con un resistente como yo, dispuesto a ver un documental de Guerín no valen bromas. Después de reír el gag, la broma, o como queramos llamarlo, me quedé con lo puesto, es decir, con Bardi que, al fin al cabo, es un tipo suficientemente diabóliko como para que uno no tema aburrirse y al que, además, se le puede perdonar todo

(bueno, casi todo)

incluso que te ponga un caramelo en la boca y ¡zas! te lo arrebate justo cuando aparecen los títulos de crédito, ya saben, es una forma de hablar.

Para abuso de coincidencias, al regreso de Inisfree, ese pueblecito irlandés donde John Wayne (el verdadero, el primigenio, ya me entienden) nos hizo olvidar lo bruto y facha que era y, al contrario, nos enamoró con su soberbia interpretación del boxeador taciturno, un tanto tosco aunque noble, que regresa a su hogar, tal como al útero materno, a su vieja Irlanda quiero decir, evocando sobre el puente de piedra las palabras de su madre (en off). Por no mencionar a Mauren O'Hara, esa pelirroja más hermosa que el viento, y a unos secundarios de lujo, en fin, qué les voy a contar, me sé la película de memoria, The Quiet Man, claro, El hombre tranquilo, John Ford para más señas, esa película que uno se llevaría a Marte. Para abuso de coincidencias, decía yo, al salir del Verdi Park nos tropezamos nuevamente con el desierto de la realidad (que diría Morfeo, el de Matrix), pero también con ellas, no con las chicas de Colsada, sino con Carme y Francesca. Situación que se repite de vez en cuando, en las noches de verano, sobre todo en el Verdi. Francesca, con sus cabellos rubios y sus ojos marrones, y un aire ¿cómo diría? ¿tranquilo? Dijo ¿tomamos un cortado?, así que ocupamos diligentemente la única mesa libre de la Plaza de la Virreina y charlamos de las pelis en cuestión y del cine en general, de las Torres Gemelas, de las horas de sueño, actividades insomnes y demás, y sobre todo de los libros que estamos leyendo

y puede que de alguna cosa más, ya que, como no llevamos paraguas, la noche, benévola, acordó una tregua de bonanza y horchata, liberándonos al tiempo de esos silencios que a veces se cuelan antipáticamente en los encuentros fortuitos donde media algún desconocido que no sabe qué decir, y alguien tose y dice, ufff, qué tarde es. Al contrario, Francesca destila elegancia en sus quietudes de condesa descalza, y también en sus palabras, que surgían cadenciosas como si melancólicos sueños mediterráneos acariciaran cada una de sus frases. Buena compañía, pienso yo, médico forense de un verano que nos regala sus últimos suspiros, casi gratuitamente, ofrecimiento tardío después de tanta lluvia tonta y anticiclones despistados, mientras nosotros, olvidándonos del tiempo durante un rato como quien dice, apuramos nuestras bebidas con alcohol y ellas

(risueñas, aguerridas lectoras y devotas del cine en color)

sus refrescos

En esas estamos cuando un árabe

(su brazo izquierdo coronado de rosas)

nos ofrece su mercancía envuelta en celofán. Rosas de artificio que prometen encender su modesta llama en el jarrón de alguna mano femenina. La voluntad, puede que dijera el sujeto en cuestión, al tiempo Bardinovi, presto a tomar el mando de la parroquia, ya le decía que no, que gracias y todo eso, que el otro día ya participó activamente en su cuota benéfica para los floristas de Gracia. Pero el impenitente florista insistió, muy amablemente, eso sí, y le susurró a Bardi (ya saben, John Wayne), casi al oído ... amigo ... empotrándole su racimo al por menor en plenas narices, obligándole, ahora sí, a girar levemente su cabeza, lo suficiente para pillarle al menos el perfil de su rostro

Y ¡vaya sorpresa la suya! cuando reconoció al individuo del Salambó, ese mismo al que, en un arranque de generosidad más propia de otros tiempos, y mientras encendía la cerilla para el Camel con la suela de su zapato (¡como John Wayne!), le dio diez pavos, es decir diez euros (1600 pesetas aproximadamente) por dos de sus rosas.

Aquella noche, nos contó un Bardavio divertido, el florista se quedó boquiabierto, y cuando se alejaba entre las mesas del restaurante, giró sobre sus pasos, alargó su brazo y le regaló una tercera rosa.

Por eso mismo, en la Virreina, al recordarlo, Bardi hizo un respingo y le soltó, ¿recuerdas, amigo? El otro día te di un billete de 10. Nada mal, ¿no es cierto? Como diciéndole, con cariño: por este verano ya hemos agotado el cupo, amigo. Él, entonces, se le quedó mirando, escudriñando, rebuscando en los cajones de sus infatigables periplos por el barrio, pensando quizás, este tipo me quiere largar con una excusa extravagante de las que ya me conozco. Pero no, se le quedó mirando, y nosotros expectantes, por supuesto, ¡y lo reconoció! Es verdad, amigo, dijo, y con una sonrisa, de esas que sólo se atreven a salir por las noches de luna roja, le regaló una de sus rosas. La cuarta en una semana, exclamó Bardi, exultante, mientras yo ya empezaba a especular si el whisky preferido de Manel sería el Four Roses. Y, acto seguido, el sorprendente florista dio media vuelta y se alejó. Y nos dejó con ese sabor a ceniza y estrella de las pequeñas coincidencias y azares que cuando éramos jóvenes atribuíamos, con nuestro infundado entusiasmo, a los dioses del Olimpo, y ahora sabemos que son parte del frágil andamiaje de la vida, como si el mundo fuera un pañuelo y nosotros sus mocos, y nadie se molestó, ni se sintió aludido especialmente por el azar, porque el azar ha recobrado por fin su natural despreocupado, después de tantos años

(descanse en paz André Breton)

y ha dejado de ser un mago con cucurucho de colores para convertirse en otro amigo, con sus cualidades y sus defectos. Y así lo entendimos todos, y Manel se encontró sin duda con la disyuntiva de que una rosa se puede compartir entre dos, pero en este caso era insuficiente para dos mujeres como Francesca y Carme, así que, mientras bajábamos por las callejuelas de Gracia, él hacia su casa y yo en busca de la estación de Verdaguer, mientras comentábamos la película que ellas vieron y nosotros no, La boda del monzón, un film, según parece, sensual y emotivo, Bardi por una vez (y sin que sirva como precedente) se me puso sentimental, me miró y me dijo... quizás esa peli las define muy bien, a la Carme y la Francesca, quiero decir. Y, mientras, como caballeros que somos, acariciábamos lo afortunado del símil, nos cruzamos con una pareja muy joven, y Bardi, ya saben, John Wayne en sus mejores momentos, no se cortó un pelo cuando le ofreció la rosa a la chica de pelo corto y piercing en el ombligo, y a mí, que soy un sentimental de mierda, me salió una sonrisa entrecana que, por lo menos me duró hasta Sagrada Familia.

Claro que los sueños duran lo que duran los sueños, o para decirlo al modo de Raymond Carver, los sueños son eso de lo que uno se despierta, así que cuando me desperté al día siguiente, la historia de las Four Roses parecía eso, un sueño. Quizá por eso, y por la reciente lectura de Bukowski, quizá por eso, cuando me levanté al día siguiente, me pregunté

(como Charles, Henry, Hank, Chinasky o como demonios se llame Bukowski)

si le pasaba lo mismo a la otra gente, lo mismo que a mí. Si cuando se levanta de la cama por la mañana, y se pone los zapatos, piensa Ah, Dios mío, ¿Y ahora qué?

Y todo será, quizá, porque yo soy un hombre que habitualmente pienso en otra cosa. El escritor portugués António Lobo Antunes, en su estupendo

(por entrañable y bien escrito)

Libro de crónicas, dice lo siguiente: "Yo soy un hombre que piensa en otra cosa, que intenta abrir la cerradura de la puerta con el cigarrillo y que fuma un manojo de llaves por día: si enfermo de cáncer de pulmón será un fontanero quien me opere. Las palabras grandiosas como Trabajo, Familia, Dinero, me atraviesan sin tocarme. Pareciera que no sé vivir con los que quiero o que rechazo su afecto: no es verdad. Lo que ocurre es que a veces, mientras me acarician, estoy observando a las cigüeñas en el bosque desde el desván de la tía Magdalena, o en la terraza de la Praia das Maças, al lado de mi abuelo, tomando un helado de fresa. Y me gustan las personas modestas porque me conmueven las señales interiores de riqueza."

Ya ven, cosas de la vida esta, yo también soy un hombre que piensa habitualmente en otras cosas, esquizofrenia cotidiana y banal, si quieren. Así que pronto olvidé el suceso de la Plaza de la Virreina y de las Four Roses, un clásico donde los haya, una delicia de bourbon.

Y eso también forma parte del toma y daca, o del día a día, como prefieran. Será el eterno retorno de Nietzsche, pero sin tanta fanfarria filosófica, porque a veces la globalización se te deshace entre los dedos y sólo te quedas con la miseria del microcosmos de tu esquina, y acaso con una rosa envuelta en celofán barato y un extranjero que cuando te dice amigo te recuerda que todos somos extranjeros, en definitiva. Eso es lo que quería decirles, más o menos.

de Artur Montfort
Barcelona, 19 de octubre de 2002


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