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ACODADO EN MI TONEL CON OSCAR WILDE
de Ignacio Ortolá

He decidido darme una vuelta por la comarca de Requena en plena vendimia para comprobar sobre el terreno las uvas de la zona y forjarme así un criterio más directo sobre sus bondades. Esta gente es fantástica ... me he puesto de vinete hasta las orejas.

Un buen amigo que he hecho estos días ha permitido que me instale en su pequeña bodega familiar situada en los sótanos de una vieja casona. Esto está frío y oscuro como una gruta de montaña, pero se agradece después de un verano tórrido que me ha mantenido preso a la sombra de las tabernas y que me ha obligado a realizar siestas descomunales para sobrevivir a las horas de más calor, que son muchas.

Para entretenerme en estos lóbregos silencios, acompañado tan sólo por el goteo ocasional de los barriles panzudos de oscuro roble centenario, leo entre trago y trago algunos periódicos viejos que he encontrado tirados sobre una silla cubierta de polvo. La luz no es muy buena, apenas una bombilla amarillenta que a veces se apaga, y, para ser sinceros, tampoco mis ojos enfocan muy bien a estas alturas... ejem... he encontrado un tonelito perdido en un rincón del sótano que contiene un maravilloso tinto del que no logro separarme. De no ser por él, no creo que hubiera pasado en este frío lugar más de tres o cuatro horas, las necesarias para dar un tiento a unas cuantas botellas y dormir un ratito. Pero llevo ya dos días y todavía me queda faena para otros dos.

Acodado en mi tonel y con un vaso de vino en la mano, he leído entusiasmado un curioso artículo dedicado a los grandes genios de la humanidad, artistas y científicos que nos han legado una obra que parece provenir directamente de una sabiduría celestial inalcanzable al común de los mortales como yo. Pero en el artículo se describe el trabajo ingente que normalmente se encuentra tras un artista de talento. Su imagen trabajando a destajo día y noche tras los pasos de la obra perfecta los humaniza un poco y nos los acerca, nos transmite la idea de que nada es gratuíto y que incluso el genio creador debe más, seguramente, al trabajo minucioso -exasperantemente minucioso- que a una pretendida inspiración, por divina que sea.

¡Ah!, eso me tranquiliza y me reconcilia conmigo mismo. Ya sé que sólamente con trabajo no se hace un Bach o un Wilde, pero en mi fuero interno este humilde e imperfecto catador de las mieles de la vida se siente hoy un poco más cercano a un Einstein que aporreaba en vano el violín sin conseguir extraerle más de dos notas consecutivas. Quizás, quién sabe, todos tengamos un poco de genialidad en nuestro interior y lo único que nos separa de ella sea el trabajo sin descanso... una virtud que realmente yo no poseo, como es fácil imaginar.

En cualquier caso, me quedo con una imagen que creo sintetiza perfectamente el sentido del artículo, la de un Oscar Wilde agotado tras una mañana de árduo trabajo en la que se dedicó íntegramente, primero a poner una coma y, después, a quitarla. Me encanta. Mis rebuznos preonunciados en voz alta cuando escribo algo que no me satisface -lo que ocurre las más de las veces- fruto, desde luego, de una tremenda falta de instrucción, no han sido los únicos en la historia, y aunque mis disgustos se deban a mi ignorancia universal, y los de Oscar a la búsqueda de una perfección matemática, esa insatisfacción nos iguala.

He rebuscado en el fondo de la bódega como si fuera un chacal en su
madriguera y he encontrado un magnífico queso descansando sobre un estante de madera y, junto a él, un enorme jamón colgando de un clavo, je, je. El clavo está doblado y casi a punto de soltarse por el peso del jamón, de manera que lo he descolgado y le he dado tres zapatazos al clavo por temor a que causara un estropicio; no he tenido más remedio que cortar unas lonchas antes de volver a colgar el jamón, creo que pesa demasiado para ese clavo tan chiquito. Y unos tacos de queso también, más que nada para acompañar al vino, pues el tonel empezaba a resistirse a mis ataques y he decidido darle una breve tregua para reponerme.

Entre tanto, aprovecho para seguir con mi lectura y encuentro entre los periódicos otro artículo que hace mis delicias. Lleva por título "Los juegos de la inspiración" y gira en torno a las manías de los escritores a la hora de sentarse a la mesa con un folio en blanco. No tiene desperdicio. Hay extravagancias de todo tipo, las tenemos referidas a la clase de materiales elegidos para escribir, como por ejemplo Hemingway, que escribía a lápiz sobre papel cebolla y cada día anotaba cuidadosamente el número exacto de palabras que había escrito. O Kafka, que trabajaba casi a oscuras, en penumbra, siempre con tinta azul o morada. Thomas Wolfe escribió gran parte de su obra en hojas de asientos contables. Y el dramaturgo argentino Florencio Sánchez, casi siempre falto de recursos, hurtaba papel a sus
amigos que trabajaban en bufetes o en oficinas, o se llevaba formularios o impresos de telegramas de las oficinas de correos.

Las rarezas en lo referente al ambiente del estudio o lugar de trabajo son también numerosas, así, tenemos el caso de Thomas Mann, que siempre tenía en su estudio frascos de colonia y enormes palanganas con agua de violetas con las que se lavaba las manos continuamente. Rimbaud, sin embargo, pasaba días enteros sin ocuparse de su higiene personal, incluso escribiendo a veces desnudo.

Algunas manías rayan, o provienen, de la locura, quién sabe. Un ejemplo claro es el de Robert Walser, que pasó 28 años recluido en un manicomio y escribía en diminutos trozos de papel que siempre llevaba en alguno de sus múltiples bolsillos. Otro caso curioso en esto de escribir con trazos minúsculos nos lo ofrece Walter Benjamin, que presumía de tener una letra microscópica, y de hecho su ambición nunca realizada fue escribir cien líneas en una cuartilla... Bueno, yo es que me imagino a este buen señor volcado sobre su mesa de trabajo esforzándose cada día con la lengua entre los dientes, no ya en conseguir prender en el cielo unas cuantas palabras y pensamientos sutiles, sino en amontonar en su pequeña y esmirriada cuartilla las ansiadas cien líneas. Estoy seguro de que al finalizar cada jornada era incapaz de interpretar qué demonios había escrito.

Ricardo Baroja... éste sí que es bueno, un caso de enajenación total, veamos, veamos: Ricardo Baroja pegaba los folios con engrudo para conseguir un papel continuo que le permitiera escribir sin tener que interrumpir su caudal creativo ni siquiera para cambiar el folio. ¿¿?? ¡un rollo de papel continuo!, kilométrico quizás, puesto que no sabía a priori cuánto iba a dar de sí la inspiración. Pero no es el único en esta modalidad de escritura-río irrefrenable, el mismo Jack Kerouac escribió "En el camino", la mítica biblia de la beat generation, en un rollo de papel de teletipo en sólo tres semanas... pero tardó seis años en encontrar editor.

Marcel Proust estuvo encerrado durante años en su casa, prácticamente no salía de una habitación tapizada de corcho, con las ventanas tapadas con densas cortinas de terciopelo que impedían el paso de la luz y el aire. No me extraña que en semejante destierro interior destilara por millares las páginas de su búsqueda del tiempo perdido. Otra experiencia de encierro fue la de William Faulkner, pero en esta ocasión trabajando de noche en una mina; Faulkner escribió "Mientras agonizo" en el breve plazo de seis semanas, utilizando como mesa improvisada una carretilla de mineral volcada y alumbrándose con una lámpara de carburo que llevaba en el casco.... ¡¡NO ME LO CREO!!. ¡Que no me lo creo, vamos!. Esta es la típica historia que se inventaría alguien, su editor o puede incluso que el propio Faulkner, para asombrar a sus lectores. Vamos con otros casos de encierros más verosímiles.

C E R V A N T E S. Cervantes escribió "El Quijote" en la cárcel. Este sí es un buen ejemplo, Cervantes es Cervantes y puede escribir el Quijote donde le venga en gana. Otro ejemplo también veraz, aunque ciertamente escatológico: San Juan de la Cruz. ¿Dónde escribió su "Cántico espiritual"?. Pues en una letrina. Sin comentarios.

A Juan Ramón Jiménez lo que le molestaba era el ruido, le molestaba hasta el punto de provocar un interminable rosario de mudanzas a lo largo de su vida huyendo de los molestos vecinos. Otro escritor que sufría intensamente con el ruido era el arabista Asín Palacios, pero en su caso dio con una solución verdaderamente genial: en lugar de emigrar de un lado a otro a la búsqueda del silencio como Juan Ramón, optó por pagar un alquiler mensual a su vecino de arriba para que no utilizara la habitación que quedaba sobre su despacho; por cierto, este escritor trabajaba junto a sus colaboradores en una gran mesa de billar que cubría con unos tableros de madera, y a última hora de la tarde los tableros se retiraban y se dedicaban a jugar unas carambolas para culminar la jornada. Chapeau.

Finaliza el artículo con un iconoclasta histórico, Ramón Gómez de la Serna. Don Ramón se hizo construir una mesa con seis pupitres que le permitían trabajar varios manuscritos a un tiempo ¡¡!! ... ¿CUANTAS MANOS TENÍA, DIOS MIO?. Lo imagino dando vueltas en torno a su poliédrica mesa como un poseso, ahora esbozando una greguería aquí, ahora un artículo allá, quizás una novela... con seis plumas, seis tinteros, seis folios... Qué mareo...

... Sinceramente, creo que es mejor no escribir nada. Este artículo, con todo su frenesí creador y atormentado me pone en evidencia y me siento más simple que un campo de melones. Estoy agotado con tanto pupitre, tanto rollo de folio y tanta agua de violetas... voy a descabezar un sueñecito para descansar sobre aquellos sacos amontonados junto a los barriles del fondo. Mi naturaleza dispersa y abandonada no soporta tanta actividad, ni siquiera ajena.

Uhmmmm.

de Ignacio Ortolá


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