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IDIOTA E IMPOSTOR
(La oreja de van Gogh)
de Arturo Montfort

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La Vanguardia 24 de abril: "El Gobierno incluirá en la ESO una asignatura para reforzar entre los escolares la idea de igualdad". ESO está muy bien, pienso yo, mientras me río, mientras, quiero decir, un tercio de la población se dedica a especular con la piedra y el dinero sin importarles un pimiento que otro tercio de vejetes malmuera en residencias lóbregas y sombrías, con olor a meaos, y cuyo coste triplica el monto de su pensión de mierda, y todo eso mientras Nuk (el perro de Esmeralda madre) me ha sacado de la cama a las siete de la mañana de un domingo de finales de abril. Permítanme ustedes una alegría idiota, no sé, un gesto de grandeza miserablemente inútil: creo en la igualdad y no puedo dormir tranquilo mientras Nuk solloza mendigando su paseo matutino por el bosque, deposición y micción incluidas. Da gusto verlo correr por los senderos y bancales, aquí y allá, husmear por todas partes como si este bosque fuera el primero, y esta mañana la única, y aunque los sarnosos (pero, sobre todo, ignorantes) digan que un perro siempre será un pelota, a mi me reconcilia con el día a día.

De entrada, desconfío de los poderes públicos, sobre todo cuando mienten más que hablan de igualdad y luego hay que sacarlos a patadas de sus poltronas,
   de los exfumadores compulsivos, de los que aborrecen a los animales y el rock and roll
   de los que aman el trabajo y no perecen en él
   de los que a todo le sacan el lado positivo
   de los que te dicen, "no me gusta dar consejos" y van y te los dan
   de los que afirman taxativamente que los perros son unos pelotas y, por otra parte, jalean la gallardía del toro bravo mientras lo joden a banderillazos y lo torean (nunca mejor dicho), con la insana idea de clavarle un hacha entre los ojos. Bueno, ya, que linda es la estocada cuando la das tú y, encima, te regalan una oreja que no es precisamente la de van Gogh.

pero desconfío, sobre todo, de los que escuchan P.S. I Love You y no les tiembla el corazón.

Y así vamos, claro. Mal, quiero decir. El cielo está lleno de cadáveres de estrellas que ya no existen. Igual que aquí.

(Yo no apostaría donde hay más muertos que vivos)

Es una ley física muy vulgar. Este hecho, el que nos hallemos rodeados de estrellas que ya no existen no deja de ser un simulacro perfecto de lo que ocurre por aquí abajo. Nos llenamos la boca de realidades, con la fatua pretensión de que somos uno, cuando lo cierto es que somos varios, engañamos al respetable hasta hartarnos y puede que hasta a nosotros mismos, tal es nuestra larga tradición en el arte de la dramaturgia. En definitiva, apuramos la variedad de nuestros personajes y lo único cierto es que cuando uno de ellos muere también mueren todos los demás. Nuestro único consuelo es que, muertos, dejaremos de fingir. Fin de la obra. Y para más INRI los que se queden, seguirán mirando el cielo intentando adivinar qué estrellas van y cuáles vienen. Puede que hasta a alguno le mate la curiosidad (JA). Bueno, eso dura sólo un tiempo, bastante corto por cierto. Nada qué deba importarnos, ni mucho menos preocuparnos demasiado. Los más optimistas afirman que el olvido es una estrategia para vivir. Ni caso. Mucha poesía. Eso que decíamos, mienten más que hablan.

Ante tal panorama, me reconcilia conmigo mismo que Nuk se me eche encima y se ponga a lamerme las orejas, y me besuquee como si yo fuera su mejor amigo.

Ya lo saben ustedes, hacerme viejo no me ha hecho mejor, pero me sienta bien. Lo noto porque me siento más cómodo con todos mis personajes, incluso con los más risibles, con los más canallescos. Y, además, el por otra parte imprescindible esfuerzo de interpretarlos llega un momento que hasta me divierte. Y aún así, pensar en ello, en acabar la obra y tomarme un Martini en el bar de la esquina del séptimo cielo, sólo por fin, sabiendo que al día siguiente no he de volver a la calle, al curro, al Corte Inglés, al telediario, a cenar con los Martínez, a los escenarios habituales, en suma, no me quita, ni mucho menos, el sueño. Si me apuran, me da un no sé qué de sosiego, una cierta placidez, tranquilidad de espíritu. No sé si me explico. Miren ustedes: me regalan el Santo Grial y lo entrego, ipso facto, en la Oficina de objetos perdidos.

A mis compañeros de viaje (a mis personajes me refiero) los quiero bien lejos, en el purgatorio a ser posible. El purgatorio, JA, sobre todo ahora, que hasta la Santa Iglesia Católica lo ha puesto en cuarentena. Aparte de muchas otras cosas, que me callo por educación y respeto, mis portentosos personajes son unos gorrones. Siempre pago yo. ¡Y ya está bien!

Será por eso que me reconozco en este poema, algo pretencioso, pero excelente, de Manuel Rivas, incluido en su libro ¿Qué me quieres amor?:

   "Aunque las hojas sean muchas, la raíz es sólo una.
    A través de los mentirosos días de mi juventud
    mecí al sol mis hojas y mis flores.
    Ahora puedo marchitarme en la verdad."


Bueno, ya saben, a los poetas se les va la mano y acaban mirándose el ombligo. Al fin y al cabo, también son humanos, los pobres, y, como los demás, acaban convencidos de que la vejez (la madurez, dicen ellos) los ha hecho mejores. Yo, señor Rivas, ahora que usted todavía es joven, le sugeriría el cambio de alguna palabra, sólo dos, y creo que el poema no mejoraría en absoluto, pero se ajustaría más a la realidad. Me explico:

   "Aunque las hojas sean muchas, la raíz es sólo una y chocha.
    A través de los mentirosos días de mi vida
    mecí al sol mis hojas y mis flores.
    Ahora puedo marchitarme en la verdad."


Lo confieso. Me aburro. El aburrimiento ha sido siempre privilegio de los reyes y los niños, así que, como no soy ni lo uno ni lo otro, además de idiota me siento un impostor. En este contexto, imagínense el texto. Espantoso. Francamente, la experiencia da para bien poco. Más bien jode. Te ayuda a escaquearte y esas cosas, pero las gordas te las tragas. ¡Vaya si te las tragas!. Si lo de experto viene de experiencia (o al revés, qué más da) imagínense mi situación. Catastrófica. Vivo rodeado de expertos en experiencia y de jóvenes petulantes que me miran con sorna como si acabasen de robarme el tesoro de Alí Babá (son unos ladrones, el que no tiene pide o roba). Es decir, vivo sin vivir en mí. Vivo cantando. Bueno, sería más exacto decir que vivo bailando. La Traviata es poco, comparada con la Danza de los siete velos con la que me descuelgo cada mañana después de una ducha bien fresquita, medio desnudo, inventándome movimientos orientales al estilo de El marido de la peluquera, dando saltos de tornillo en el comedor mientras el sol asoma por la ventana con cara, cómo no, de aburrimiento. Siempre lo mismo, como la selección española. Siempre me quedo en cuartos, quiero decir en cueros (porque la toalla acaba por escurrirse y caerse al suelo). Y créanme cuando les digo que durante esos breves instantes, maravillosos instantes, con Arabesque de Jane Birkin sonando en el tocadiscos, me olvido por completo de ellos, de mis personajes, pero también de los de los demás. Porque se parecen tanto que acabas por no notar la diferencia.


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