Hay muchos tipos de pensamientos. Tenemos la variedad de flores a partir de la mutación de la viola tricolor de la planta de la que procede. Y, por supuesto, tenemos el nuestro propio, ese que nos permite una lucha (puede que) digna con el tiempo y el espacio. La diferencia, en suma. En todo caso, creo yo, nos encontramos ante una pertinente analogía de significados a partir de un término único e indisoluble.
Hay horas, hay momentos en los que, cuando nos detenemos a pensar, conseguimos el efímero pero intenso milagro de que el tiempo también se detenga, que todo quepa en ese instante: entre el ayer y el hoy, entre el ahora y el después. En realidad nos estamos aventurando en el territorio de las sensaciones. Y los sentidos, es de sobras conocido, preceden a las palabras.
“Laisse penser tes sens” (dejar pensar a los sentidos) dijo el poeta Paul Fort. Al hilo de esta frase, la imagen de Ferran Jordà me sugiere ese claroscuro oblicuo en el que la luz y sus sombras construyen pensamientos que tarde o temprano se recompondrán (¿florecerán?) en palabras. Y este momento se sustenta en la soledad. La soledad tiene muchos agujeros, es cierto, pero también ayuda a meditar. Y a proyectar el deseo. Porque amar, lo que se dice amar, se empieza con el pensamiento.
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