Claro que siempre están los envidiosos. A punto de corrernos y ahí llegan los mariachi: vengan las gárgaras de las tuberías emitiendo sus estertores de siempre, y las cisternas de los waters. Ahí acuden los vecinos y empieczan a mover sus muebles, ojo con el niño del quinto, que ya empieza a berrear, y la señora del piso de arriba, con los taconbes de sus zapatos. Todo justo en el mismo instante, sinfonía caótica, contra la que nadie puede hacer el Presidente de la Comunidad de Vecinos, que sólo se dedica a cambiar las bombillas que se funden y a revisar las humedades. Es erntonces cuando dos cuerpos se desploman desmayando suspiros, y uno de ellos, el mío, por ejemplo, se asoma al hermoso balcón cubierto de un toldillo de listas blancas y azules para saludar al nuevo día, y, acto seguido, se sitúa frente al espejo del lavabo, se informa de ciertas bolsas bajo los ojos y su mano pasea por la quijada en un acto irreflexivo y antiguo, aquí estoy amigo Federico.
(Friederich Nietzsche, filósofo compulsivo que, en su deliirio, conversaba con los asnos) Decido rasurarme la barba. Resulta un pausado afeitado, mientras me paso la lengua por la herida del labio, un corte de un centímetro que sangra con generosidad, pero eso no es nada comparado con aquella otra vez en que Aurora me dejó la espalda como la del marinero de Rebelión a bordo, es decir, en carne viva, a lo que yo respondí, días más tarde, con un tirón de cabello que de poco la deja calva. Mientras me afeito, digo, no dejo de observarme encerrado (casi prisionero) en mi repertorio de muecas, hábitos y ritos heredados, en este caso, de mi padre, o del padre de mi padre. Lujo gratuito, éste de de mirarme al espejo, consulta con el psicólogo de casa, que miente como siempre, pertinaz, insinuándome con su gélida sonrisa que no soy precisamente un ganador. Y quizás un tanto vengativo. ¿Será por esas alumnas que me tiro cada trimestre y a las que nunca apruebo? ¿Será por eso que me creo algo superior a la media general, creeencia extravagante extraída posiblemente, vete a saber de dónde, de algún momento inusualmente lúcido en que creí tocar el cielo con el non tutantis (¿) del Requiem de Mozart. Pobre bagaje, me dice el psiqui de enfrente, cuando ser profesor titular es poco más que mierda comparado con ser un ejecutivo de Endesa o Tours Catalonia. Entre mentira y mentira, precisamente cuando la palabra fracasado se pasea, caracoleando, en las losetas del lavabo, es cuando mi agenda mental, que no es electrónica, hace un giro imprevisto y empieza el recuento de la víspera. Y me avisa: Jorge Juan. ¡Hijo de puta! No me parece correcto. El hijo de la gran puta sólo dijo eso, no me parece correcto. ¡¿Cómo no le di importancia?! ¿Por qué oscuro motivo no percibí el malévolo entresijo "intertextual" de tamaña exclamación? De repente, la mente se me iluminó, como ocurre tantas veces en las películas de Hitchckok, cuando el héroe-víctima enciende una bombilla en un sótano lleno de telarañas, ¡flash! y aparece el esqueleto de la abuela. Sí, ¿cómo pudo pasárseme ese detalle? La frase colgó (y osciló) durante unos instantes de lo alto de la atmósfera limpia y aséptica del aire acondicionado, sin llegar a caer del todo aunque sí lo suficiente como para que Núñez, el gerente, la codificara, la tradujera, la malinterpretara. Quiero decir: la volviera contra mí, objetivo fundamental de Jorge Juan. Se tragó la frase como si fuera saliva: No me parece correcto. Jorge Juan me desprecia, eso ya lo sé yo de hace tiempo, pero ahora Jorge Juan va a por mi cabeza. ¿Por qué, sinó, salieron juntos los dos cuando nunca lo hacen, Núñez y Jorge Juan, hablando tan animadamente? Lo dijo, no me parece correcto, en mitad de la reunión, y yo dejé pasar ese torpedo dirigido hacia mi línea de flotación, sin pestañear, y ahí quedó el mensaje, alojado en mi archivo secreto, ese artilugio que inventó algún cabrón que no tenía otra cosa mejor que hacer y que yo absorbí como un besugo cuando me separé de mi última mujer, sí, eso que los mariachi del coco llaman inconsciente y que cada mañana, durante el afeitado, abre su disco duro en mi preciosa cabeza y ¡vaya sorpresas que me llevo! Por supuesto, mi informe era perfecto, casi brillante diría yo, por eso Jorge Juan dijo lo que dijo. Cuando mi archivo secreto abrió su windows y me reveló la última imagen, ésa de Núñez, el gerente del consorcio, subiendo al Bemeuve de Jorge Juan, entonces yo ya olía a cadáver, estaba fuera de mí, presa de un ataque de nervios. Sí, desde que me separé de mi penúltima mujer utilizo la histeria para ocultar el pánico, esa modalidad finalista del miedo que es quedarte sudando frente al precipicio (estilo caída libre) y sentir de pleno la atracción del vacío. Mi cuerpo, por otra perte, respondía más mal que bien a mis llamadas de socorro y acababa saliéndose del cuadro, mi imagen en el espejo se convirtió por arte de birbiloque en una mala reproducción de Dorian Grey, compitiendo. Vamos a decirlo de una bez, con la de un loco echando espuma por la boca, aunque en este caso sólo se tratara de la pasta del dentífrico. Al rato recobré un atisbo de serenidad, intenté quitarle importancia al hematoma que Aurora lucía justo en el hombro derecho, contusiones nada usuales en una judoka y que, sin embargo, su marido tragaba una y otra vez sin inmutarse, chao nena, dije, me bebí un whisky y noté burbujear la tripa. Nos conocimos en el gimnasio, claro está, yo le mostré mi Rolex de oro de importación y ella se rió de mí hasta cansarse, todo eso mientras usaba mi cuerpo para practicar su llave favorita. Finalizó su actuación con su piececito de princesa en mi yugular, a la vez que miraba al tendido, no sin cierta satisfacción. Fue entonces cuando me encoñé perdidamente de ella. Mi coche no era un Bemeuve, pero le sobraban cilindros como para ascender la rampa del parking con un furor de mil demonios. Eso hago cada mañana para desentumecer mis músculos y entrenar la adrelaina. De lo contrario, en el despacho eres hombre muerto. Eran las diez y cinco cuando decidí saltarme la reunión de las diez. Eso lo descubrí, que no acudiría a la reunión, cuando paré mi coche justo enfrente del bloque de apartamentos donde vivía Jorge Juan. Miré mi Rolex falso, que justo marcaba las diez y diez, cuando la puerta del parking ascendía automáticamente mostrando el reluciente morro del Bemeuve y, dentro de su carcasa, la cara morcillona y todo gafas metalizadas de Jorge Juan, también llamado El Trepa. Mi archivo secreto es lento de búsqueda pero no suele tener errores fuera de un margen admisible, así que interpreté mi presencia allí como un mandato del destino, confirmado por un oportuno cruce de datos entre la seguridad social, mi banquero y mi psiquiatra.
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