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EL ARCHIVO SECRETO
de Artur Montfort

   Cuando desperté, legañoso y cansado, mi aspecto estaba más cerca de un protagonista de una canción de Sabina que de otra cosa.

   Del poso caliente de un vaso de whisky en un pub irlandés.
   De una mierda seca.

   Y todo por una noche de perros, guau guau. La resaca trae el hollín de las pesadillas, el triste repiqueteo de la lluvia en las ventanas. Y alguna mala jugada del inconsciente, puñetero descubrimiento de este siglo que se acaba.

   Cuando desperté, digo, sólo atiné a desentrañar un horrible dolor sobre mis hombros, exactamente en la cabeza. Me tomé un vaso de leche, un gelocatil, un whisky, cinco cigarrillos seguidos del paquete azul.

   Me atiborré de dentífrico, con la sana intención de borrar la amarga resaca de mi boca y encendí la radio para distraer mis pensamientos, con tan rara fortuna que Boss entró en mi casa. Sería magia o pura necesidad, pero la verdad es que en el espejo retrovisor de mi espléndido lavabo aparecieron los rótulos luminosos de la Quinta Avenida de Nueva York. Bruce Springsteen vociferaba Dancing in the dark. Su voz parecía lejana, como procedente del reverso de un tiempo que por lo general ya no era mío pero que, después de la ducha y tres cafés, empezaba a tomar forma, digamos, humana. El fondo demoledor de voces, guitarras, pianos eléctricos y baterías echaron un pico de adrenalina a mis adormecidas venas.

   Me animé sin motivo, lo reconozco. Lo peor es cuando el tiempo está vacío y no sabes cómo diablos llenarlo. Tantos compartimentos estancos, todo un lío. No sin esfuerzo atisbé en el espejo algo parecido a una luz de neón, a lo lejos, en la que se podía leer la palabra exit. Ya lo dijo John Wayne: que no te vean sangrar y, sobre todo, ten dispuesto siempre un plan de fuga. Eso es, yo siempre buscaba la salida y acababa encontrando un laberinto.

   Lo siguiente que se me vino a la mente fue la imagen de un joven Bruce cantando esta canción, hace de eso más de diez años. Como de costumbre una cálida sensación de calor, que ahora mismo llamaremos - para salir del paso - de melancolía vino a reconfortar mi corazón dormido, la parte más vulnerable de mi esqueleto, aparte del alma, pero a esa no hay quien la encuentre entre tanto bosque de anatomía y riego sanguíneo. La verdad es que la radio era la Reina de las Interferencias, y a esas horas de la mañana, y en mi estado, me sentía incapaz de mover ni uno solo de mis miembros y mucho menos el dial del transistor. La voz del señor Springsteen salía de un aparatito rectangular, un transistor que hacía las veces de despertador, en cuya superficie anterior restallaba una cifra: 07.03.

   Las siete, aviso claro e inequívoco, cuando no amenaza, de que el tiempo va a su bola, de que el tiempo pasará y que, además de ser una melodía clásica, es una verdad como un templo. Miré ese especie de detonador electrónico con conmiseración, pues no estaba dispuesto a levantarme mucho antes de las nueve. Aún así, me dije, si me levanto a las siete, y ya eran las siete cero seis, tengo tres horas por delante antes de la entrevista de la diez. Y, entretanto, podría poner una lavadora, afeitarme con esmero; podría darme un baño, fumarme medio paquete si venía al caso, escuchar una música más relajante que los alaridos del Jefe BOSS, podría prepararme un buen desayuno.

   Ninguno de mis músculos respondió a la orden de diana. Eso era de esperar. Eran las 07.15

   la exactitud viene de que mi lado bueno de dormir es el derecho
   eso me permite mantener mi corazón en alto
   visualizar el despertador digital ya mencionado
   ese que hay sobre la mesita de noche, junto a la foto de mi primera comunión (no me    pregunten qué hace esa foto en mi mesita de noche, por favor).

   A las 07.15 mi mano acarició el lado amable de la vida, es decir, tropezó con el culo de Aurora, y luego con su nalga, con el pliegue armonioso, mejor dicho, de su culo y su nalga, prolongación - como saben - la una del otro, enclave del que me enamoré al instante y que me tuvo hipnotizado durante unos minutos.

   - No sé que le veis a los culos, los tíos

   Me decía repetidamente Aurora. Y yo, francamente, era incapaz de explicarle porque me excitaba tanto. ¿No es acaso el sexo un misterio? ¿Cómo explicarse que una tía se corra cuando le comes la oreja y a otra le de asco o como mínimo aprensión, comerte la polla cuando tú te estarías horas comiéndole el coño? Lo que digo, misterio total. O como dijo Lenin (o Marx, vete a saber): a cada cual según sus necesidades. Pura lógica. Mientras hilvanaba tanto pensamiento impuro, olisqueba los múltiples orificios de Aurora y, sin pretenderlo, tuve una erección de muy señor mío, lo cual me envaneció, esa es la verdad, así que lamenté quedarme con la noticia para mi sólo. Podía escuchar la respiración de Aurora, ese riachuelo de vida que brotaba de su boca y llenaba la almohada como de un olor a algas secas.

   - ¿Va una cena romántica? - le dije, en el Moka de las Ramblas, hace de eso algunos meses. Esperando una excusa amable por respuesta. El no ya lo tienes, como suele decirse.

   - Ya veremos - esa fue toda su respuesta. Claro que yo ya sabía, a estas alturas de la vida, que cuando una mujer dice ya veremos quiere decir que sí. O que no, así que estábamos igual que al principio. Me dije mi frase favorita, el que no se arriesga no cruza el océano. El Titanic, por ejemplo.

   Así que la llamé al día siguiente y le dije

   - ¿Hoy tienes compromiso?

   - Sí, pero se puede arreglar - El ¡YUPPI!!! que emulsionó mi estómago se oyó en todo el edificio. Aunque no perdí la calma.

   Dame tu dirección
   Me la dio

   - Yo pongo las fresas y el champán.
   - No bebo y, además, no me gustan las fresas.

   Como no me fío ni de mi santa madre, acudí con las fresas y el champan. Será por el bolero ese que dice que cuando las mujeres dicen que no es que sí y que cuando piden la paz quieren la guerra, en fin, ya saben.

   Efectivamente no tocó una fresa y yo me bebí toda la botella. Cuando empecé el ritual del cortejo, me dio la sorpresa de mi vida.

   - Quieto ahí. Esta noche tú no haces nada.
   - ¿Ein?
   - Esta noche seré tu esclava.
   - ¡Oh, Dios!

   El sueño de todo simio supuestamente sapiens. Sin más, me quitó los pantalones.

   - No hace falta que apagues el cigarrillo, cariño .
   Vaaaale

   (que suerte que tienen algunos, pensé maliciosamente)

   Aquella mamada duró horas. Horas de reloj. He visto guerras interestelares. Universos desconocidos. Individuos muertos de un balazo en la nuca. El París y Amsterdam del glamour de los setenta. Hombres humillados y carnicerías sin cuento. Yo qué sé lo que he visto. Hasta las pirámides de Egipto. He navegado por el Nilo y también he viajado hasta el final de la noche, como Celine. Nada comparado con Aurora deleitándose con la flora de mi polla. Cuando intentaba corresponder, me susurraba, con autoridad:

   - Quieto ahí - Y a las dos de la madrugada:
   - ¿Cuál es tu fantasía erótica?
   ¡Oh, Dios!
   Tragué saliva, pero conseguí articular una frase
   - Correrme en tu boca, pero no sé si….

   (... es oportuna la petición)

   Se tomó su tiempo, pero me vació por dentro. Fue al lavabo y escupió mi alma bendecida por los ángeles de la guarda y del placer. Claro, me olvidé de decirle que la otra fantasía es que se lo tragara, pero ¿como se puede pensar claro entre las nubes interestelares?

   Me desprendí de mi estado hipnótico y advertí, finalmente, que esa noche no había dormido en casa, para acto seguido pensar en mi gata, sola en casa, con el pienso agotado y sin una mala cola de merluza que llevarse a la boca. Vi otra vez los rótulos luminosos de las calles de Nueva York, quizá los de un cabaret, nunca sabré si extraído de la realidad o de alguna película. Por supuesto no era el Cotton Club.

   Aurora se dio toda una vuelta entera, agarrada a su almohada, y sus pulmones emitieron un pitido familiar de fumadora empedernida. Entonces me plantó en la cara la oscura cúspide de sus pezones, fláccidos como hojas breves caídas de los árboles. Su camisón corto de seda se le había quedado trabado a la altura de las caderas. Por supuesto, dormía sin bragas, así que me desvelé por orden de la superiodidad, ya sabemos quien es la superioridad. Mi mano recorrió parsimoniosamente su tibia piel con todo el cuidado del mundo, como si destapara un tarro de miel a las dos de la madrugada, cuando el silencio parece una estampa similar a la superficie lunar, en el que si te asomas al balcón a respirar el cielo estalla en su bruma negra y cada rumor parece un sacrilegio. Percibía el contraste entre las asperezas de mis dedos y la suavidad de su culo (un culo, todo sea dicho, sin granitos, ni asomo de espinillas, sin zonas blandas ni marcas de nacimiento, ni de vacunas ni de nada.

   (¿Sensaciones? Pues la misma suavidad con la que rozas el alba con los sueños cuando no quieres despertar y la luz se desliza entre las láminas de la persiana y te acaricia los párpados. La misma ductilidad con la que remueves el agua de un estanque al atardecer. ¿Literatura? Por supuesto, ¿qué haríamos sin ella? Sin ella no podría describir ese instante mágico en el que la luz otorga su ilusión de claridad a la noche, sí, efectivamente, tal como en un cuadro de Magritte)

   Admiré las exquisitas curvas de Aurora, pero sobre todo esa elegante complexión hacia las nalgas que a mí me embelesaba como a un niño le cautiva una tarta de chocolate y frambuesa. Con mucho, la mejor parte de tu anatomía, suelo decirle cuando no me pongo pesadamente romántico. Otra cosa muy distinta es que el hecho de que un tipo como yo, experto como nadie en Nietzsche y Garcilaso de la Vega, cruce infame donde los haya, mezcla rebelde que me ha creado no pocos problemas en mi larga trayectoria docente, que un tipo como yo, digo, que se ha paseado por las Universidades de medio mundo disertando sobre el filósofo capital (permítanme que me ríe: JA,JA,JA) acabe divagando sobre la atracción sexual, lo único que hace es demostrar lo que ya sabíamos, que Nietzsche tenía razón, al menos en una cosa: la vida es el eterno retorno al jarabe de siempre.

   Interpreto de toso esto que conoces el tema- , me respondía Aurora, invariablemente, como si de verdad supiera algo más de lo que sin duda sabe, es decir, nada de nada, a lo que yo respondo, mi experiencia es infinita, etcétera, poniendo la misma cara interesante que ofrezco mentirosamente a mis alumnos cuando me hacen la pregunta del millón y no sé qué diablos responder, temiendo siempre que, en realidad ella sea más inteligente de lo que parece y preguntándome, acto seguido, si podría soportarlo. Los hombres somos así de inseguros, nos han parido con la hombría y aquí estamos. Casi al mismo tiempo advierto la dureza súbita de mi príapo

   (dicho sea de paso, con orgullo estajanovista de operario modelo de la General Motors, mono azul y productividad inmejorable)

   Casi siempre ocurre lo mismo. Me refiero a la resistencia inicial de Aurora, que murmura, que se queja (ay), que se otra vuelta en la cama, que ronronea como un gatito en celo, algo que podría pasar para un inexperto incluso como demostración de fastidio, pero que da paso en seguida a una risa entrecortada y como sacada de un millón de años luz escarbados del fondo de sus sueños. Finalmente, dos bocas apelmazadas se buscan perezosa pero hábilmente, a tientas, entrelazando sus alientos amargos y la sequedad de sus salivas, para dar lugar a un ovillo vertiginoso de piel y deseo, para dar lugar, decía, a la furia desmedida de unos cuerpos descansados, no gritando y suspirando como otras veces, sino en silencio

   (incluido ese pasarle la lengua por la nalga, por la tibia, por los dedos de los pies, ese dedo que busca el clítoris, movimiento seguro del que reconoce el placer en el otro, que juguetea, que separa pelos y sorbe tiernos jugos, que constata esa fragancia, ese parfume, ancestral mezcla de sudor y esperma que siempre incluye un rabioso mordisco de desespero en la espalda, y un débil arañazo que sólo sirve para enervar pasiones, un mordisco que sirve también para encender aún más el jolgorio de risas justo cuando el despertador empieza a hacer el imbécil interrumpiendo nuestro espeso jadeo)

   Claro que siempre están los envidiosos. A punto de corrernos y ahí llegan los mariachi: vengan las gárgaras de las tuberías emitiendo sus estertores de siempre, y las cisternas de los waters. Ahí acuden los vecinos y empieczan a mover sus muebles, ojo con el niño del quinto, que ya empieza a berrear, y la señora del piso de arriba, con los taconbes de sus zapatos. Todo justo en el mismo instante, sinfonía caótica, contra la que nadie puede hacer el Presidente de la Comunidad de Vecinos, que sólo se dedica a cambiar las bombillas que se funden y a revisar las humedades. Es erntonces cuando dos cuerpos se desploman desmayando suspiros, y uno de ellos, el mío, por ejemplo, se asoma al hermoso balcón cubierto de un toldillo de listas blancas y azules para saludar al nuevo día, y, acto seguido, se sitúa frente al espejo del lavabo, se informa de ciertas bolsas bajo los ojos y su mano pasea por la quijada en un acto irreflexivo y antiguo, aquí estoy amigo Federico.

   (Friederich Nietzsche, filósofo compulsivo que, en su deliirio, conversaba con los asnos)

   Decido rasurarme la barba. Resulta un pausado afeitado, mientras me paso la lengua por la herida del labio, un corte de un centímetro que sangra con generosidad, pero eso no es nada comparado con aquella otra vez en que Aurora me dejó la espalda como la del marinero de Rebelión a bordo, es decir, en carne viva, a lo que yo respondí, días más tarde, con un tirón de cabello que de poco la deja calva. Mientras me afeito, digo, no dejo de observarme encerrado (casi prisionero) en mi repertorio de muecas, hábitos y ritos heredados, en este caso, de mi padre, o del padre de mi padre. Lujo gratuito, éste de de mirarme al espejo, consulta con el psicólogo de casa, que miente como siempre, pertinaz, insinuándome con su gélida sonrisa que no soy precisamente un ganador. Y quizás un tanto vengativo. ¿Será por esas alumnas que me tiro cada trimestre y a las que nunca apruebo? ¿Será por eso que me creo algo superior a la media general, creeencia extravagante extraída posiblemente, vete a saber de dónde, de algún momento inusualmente lúcido en que creí tocar el cielo con el non tutantis (¿) del Requiem de Mozart. Pobre bagaje, me dice el psiqui de enfrente, cuando ser profesor titular es poco más que mierda comparado con ser un ejecutivo de Endesa o Tours Catalonia. Entre mentira y mentira, precisamente cuando la palabra fracasado se pasea, caracoleando, en las losetas del lavabo, es cuando mi agenda mental, que no es electrónica, hace un giro imprevisto y empieza el recuento de la víspera. Y me avisa: Jorge Juan. ¡Hijo de puta!

   No me parece correcto. El hijo de la gran puta sólo dijo eso, no me parece correcto. ¡¿Cómo no le di importancia?! ¿Por qué oscuro motivo no percibí el malévolo entresijo "intertextual" de tamaña exclamación? De repente, la mente se me iluminó, como ocurre tantas veces en las películas de Hitchckok, cuando el héroe-víctima enciende una bombilla en un sótano lleno de telarañas, ¡flash! y aparece el esqueleto de la abuela. Sí, ¿cómo pudo pasárseme ese detalle? La frase colgó (y osciló) durante unos instantes de lo alto de la atmósfera limpia y aséptica del aire acondicionado, sin llegar a caer del todo aunque sí lo suficiente como para que Núñez, el gerente, la codificara, la tradujera, la malinterpretara. Quiero decir: la volviera contra mí, objetivo fundamental de Jorge Juan. Se tragó la frase como si fuera saliva: No me parece correcto. Jorge Juan me desprecia, eso ya lo sé yo de hace tiempo, pero ahora Jorge Juan va a por mi cabeza. ¿Por qué, sinó, salieron juntos los dos cuando nunca lo hacen, Núñez y Jorge Juan, hablando tan animadamente? Lo dijo, no me parece correcto, en mitad de la reunión, y yo dejé pasar ese torpedo dirigido hacia mi línea de flotación, sin pestañear, y ahí quedó el mensaje, alojado en mi archivo secreto, ese artilugio que inventó algún cabrón que no tenía otra cosa mejor que hacer y que yo absorbí como un besugo cuando me separé de mi última mujer, sí, eso que los mariachi del coco llaman inconsciente y que cada mañana, durante el afeitado, abre su disco duro en mi preciosa cabeza y ¡vaya sorpresas que me llevo! Por supuesto, mi informe era perfecto, casi brillante diría yo, por eso Jorge Juan dijo lo que dijo.

   Cuando mi archivo secreto abrió su windows y me reveló la última imagen, ésa de Núñez, el gerente del consorcio, subiendo al Bemeuve de Jorge Juan, entonces yo ya olía a cadáver, estaba fuera de mí, presa de un ataque de nervios. Sí, desde que me separé de mi penúltima mujer utilizo la histeria para ocultar el pánico, esa modalidad finalista del miedo que es quedarte sudando frente al precipicio

   (estilo caída libre)

   y sentir de pleno la atracción del vacío. Mi cuerpo, por otra perte, respondía más mal que bien a mis llamadas de socorro y acababa saliéndose del cuadro, mi imagen en el espejo se convirtió por arte de birbiloque en una mala reproducción de Dorian Grey, compitiendo. Vamos a decirlo de una bez, con la de un loco echando espuma por la boca, aunque en este caso sólo se tratara de la pasta del dentífrico.

   Al rato recobré un atisbo de serenidad, intenté quitarle importancia al hematoma que Aurora lucía justo en el hombro derecho, contusiones nada usuales en una judoka y que, sin embargo, su marido tragaba una y otra vez sin inmutarse, chao nena, dije, me bebí un whisky y noté burbujear la tripa. Nos conocimos en el gimnasio, claro está, yo le mostré mi Rolex de oro de importación y ella se rió de mí hasta cansarse, todo eso mientras usaba mi cuerpo para practicar su llave favorita. Finalizó su actuación con su piececito de princesa en mi yugular, a la vez que miraba al tendido, no sin cierta satisfacción. Fue entonces cuando me encoñé perdidamente de ella.

   Mi coche no era un Bemeuve, pero le sobraban cilindros como para ascender la rampa del parking con un furor de mil demonios. Eso hago cada mañana para desentumecer mis músculos y entrenar la adrelaina. De lo contrario, en el despacho eres hombre muerto. Eran las diez y cinco cuando decidí saltarme la reunión de las diez. Eso lo descubrí, que no acudiría a la reunión, cuando paré mi coche justo enfrente del bloque de apartamentos donde vivía Jorge Juan. Miré mi Rolex falso, que justo marcaba las diez y diez, cuando la puerta del parking ascendía automáticamente mostrando el reluciente morro del Bemeuve y, dentro de su carcasa, la cara morcillona y todo gafas metalizadas de Jorge Juan, también llamado El Trepa. Mi archivo secreto es lento de búsqueda pero no suele tener errores fuera de un margen admisible, así que interpreté mi presencia allí como un mandato del destino, confirmado por un oportuno cruce de datos entre la seguridad social, mi banquero y mi psiquiatra.

   Le seguí como buenamente pude. La cosa no fue todo lo fácil que les resulta a Gene Hakman y Cleen Eastwood. Es por ese motivo que casi atropello a tres transeúntes, amén de los cuatro semáforos que me pasé en rojo y el coche patrulla que tuve que despistar hábilmente, poniendo a prueba las ballestas de mi automóvil cuando me salté la mediana del cinturón, así que conseguí finalmente pegarme a su parachoques trasero, justo cuando llegábamos frente a un edificio de toldillos de listas blancas y azules donde un conserje de apariencias serviles le abrió la puerta con sus dos manos convertidas como por arte de magia en dos relucientes guantes blancos.

   Eran cerca de las seis de la tarde y los árboles empezaban a agitarse con la brisa que precede a la noche. Obviamente, mi archivo secreto es una mierda. Si no me había avisado de algo tan elemental como que Antonia, aparte de mí, se cepillaba al cretino de Jorge Juan, vete a saber la de cosas que yo me había perdido. Decidí despedirle sin más, a mi archivo secreto, quiero decir. En eso fui implacable. Lo desconecté como al ordenador HAL

   (en la conocida película 2001 Una odiesa en el espacio. El computador en cuestión era un soberano Hijo de Puta. No se conformaba ni con los salarios de tramitación)

   Lo dejé con lo puesto. Sin compasión. Y luego me dediqué a contar los minutos

   (que, definitivamente, fueron eternos)

   mientras mi moral corría por los suelos, hasta que, con esa falsa euforia que sólo da una buena dosis de cocaína, hinchado de hombros, fondón, y con una sonrisa estúpida de portavoz parlamentario, apareció Jorge Juan de nuevo, si bien ahora por el portal del edificio.

   Aunque digámoslo todo, digamos también que su rostro cambió cuatro veces de registro en poco menos de quince segundos. Cara de victoria, estilo Churchill

   (nunca tantos debieron a tan pocos, es decir, a mí)

   cuando cruzaba el umbral del edificio; cara de extrañeza, cara de víctima de Hitchcock (ay, el esqueleto de la abuela) cuando me reconoció dentro de mi automóvil; cara de terror, finalmente, cuando le embestí de frente, con un golpe seco que lo aplastó contra la pared

   (a donde fue a parar para reventar, y teniendo en cuenta el impacto no era para menos)

   Y, finalmente, cara de idiota, la mejor de todas, la propiamente suya, cuando, convertido en un monigote de las Ramblas, inerte y quebrado, con la sangre manando rápida y espesa, me miraba sin acabar de verme, sus ojos abiertos como buscando un ascenso en el Purgatorio, justo cuando bajé del coche para escupirle en la cara, desoyendo, esta vez sí, y con plena consciencia, los múltiples, repetitivos y desesperados consejos de mi archivo secreto, lárgate ya, no seas loco, la bofia está al llegar, mi querido archivo secreto que, pertinaz e infatigable, se resistía a perder su empleo para siempre jamás.

Artur Montfort Craver
Barcelona, 8 de octubre de 2002


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