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TRAVESÍA
de Pedro Ugarte

La estiba se realizó del modo más discreto posible. Es más, corrieron rumores por el barrio marinero de Puerto Sudán de que el buque fue cargado de madrugada, tras el correspondiente soborno a alguna autoridad portuaria, y que los hombres que trasladaron la carga (unos pobres diablos traídos ex profeso desde el sur del país) fueron eliminados al terminar el trabajo. Nada había, sin embargo, que constatara estos rumores, pero cuando acepté convertirme en capitán me cuidé de que apareciera claramente en el contrato la fecha a partir de la cual aceptaba responsabilidades. Sobre el pasado de aquel buque todo era una niebla oscura, una niebla que era mejor no disipar en tanto mi sueldo fuera el que era, y en gran parte cobrado por adelantado.

Partí de Puerto Sudán después de haber completado una tripulación variopinta, como suele ser siempre la tripulación de cualquier barco. Atravesaríamos el Océano Índico, en dirección a Australia, aunque era muy probable que, según se dijo, a lo largo del viaje recibiéramos nuevas instrucciones. Mi contacto por radio con el armador era una voz de acento francés que nunca quiso revelar su nombre. Sólo protestó con vehemencia cuando le adjudiqué la nacionalidad francesa. Acaso fuera belga o suizo. Jamás logré que respondiera a esa cuestión, como nunca respondió, por lo demás, a tantas otras cuestiones. La responsabilidad final del viaje se diluía en medio de un intrincado laberinto de compañías navieras, sociedades marítimas y consorcios. El consignatario, se me dijo, era una empresa domiciliada en Sidney. Desde el buque era difícil saber, en realidad, a quién estaba obedeciendo. Fue a los pocos días cuando empecé a interesarme por la carga.

Es lógico que un capitán esté informado acerca de la carga que transporta. Es algo tan lógico que ninguna ley marítima lo exige expresamente, pero razones de seguridad, las autorizaciones necesarias para recalar en los puertos, el riesgo de inspecciones, zozobras o naufragios, exigían aquel conocimiento elemental. A los pocos días me preguntaba, desesperado, cómo había aceptado aquel trabajo sin saber siquiera qué iba a transportar.

Hablaba por radio con el representante del armador y exigía información acerca de la carga. Los depósitos estaban sellados, pero supuse que llegaría el momento de saber qué había dentro.

- Eso no le interesa en modo alguno -respondía por radio la voz de acento francés.

- Se equivoca. Soy responsable de este buque y de todo lo que contiene. Es mi obligación saber qué llevo en las bodegas.

- Tenga fe.

Me intrigaba aquella frase (aquella orden) que cerraba siempre nuestras discusiones. Me preguntaba qué tenía que ver la fe con el negocio del transporte marítimo, pero por radio era difícil llevar más allá mis exigencias. Me limitaba a navegar sin sobresaltos y ocultar esa inquietud ante la tripulación.

Cada día iniciamos el trabajo, mantenemos o variamos el rumbo, comprobamos el buen estado de las bodegas, o al menos su cierre hermético y seguro. Atravesamos marejadas o surcamos una apacible mar rizada, pero nadie sabe aún qué demonios transportamos. Todo se ha convertido en una especie de grave imperativo moral, que uno acepta resignado aunque no conozca su sentido verdadero. Procuro mantener alta la moral de la tripulación. Les hablo de fe, que es lo que siempre hacen los hombres cuando no disponen de mejores argumentos. Por extraño que parezca, ellos me creen y continúan trabajando dócilmente, seguros de su paga, cobijados en la regularidad de las obligaciones diarias, una rutina casi acogedora que nos impide pensar en otras cosas.

La voz del armador, que a veces asoma por la radio, sigue evitando mis preguntas, al tiempo que notifica nuevas instrucciones, ordena cambios de destino, o sugiere apremios o demoras en el viaje, en función de remotas negociaciones comerciales que afectan a la carga, pero de las que a bordo no sabemos nada. Ya he renunciado a pedir explicaciones. Anoto día a día los cambios de rumbo, los acopios de combustible. Descubro con los prismáticos el pasar de aves lejanas o acudo a cubierta para apaciguar una repentina trifulca entre mis hombres. Por las noches me acuesto con el suficiente cansancio como para no pensar en nada, pero a veces, sólo a veces, me pregunto cuál es la razón de este largo viaje, de qué modo empezó todo, de dónde proviene esta monótona sucesión de días y de noches.

Entre los miembros de la tripulación hay dos o tres etíopes que acosados por el hambre acababan de llegar a Puerto Sudán, humildes campesinos a los que hubo que enseñar a bordo las labores más elementales. Uno de los primeros días, mientras examinaba una carta de navegación, me contemplaron fascinados, preguntándose qué es lo que hacía. Por eso no me pareció extraño que poco después comentaran con otros marineros que el capitán hablaba con Dios: sin duda desconocen la existencia de la radio. He convenido con los marineros más inteligentes (un ex recluso alemán, un par de turcos) que no estaría mal dejar que entre el resto de los hombres se difunda esa patraña. La mayoría de la tripulación está compuesta por hombres sin experiencia, seres elementales, algunos de ellos nativos vagamente islamizados de remotas aldeas africanas.

Desde que saben que hablo con Dios me miran con más respeto. Trabajan con una convicción y una honestidad casi risibles. Me valgo de esa treta para mantener la disciplina, aunque sinceramente no sé cuándo terminará este viaje. Por radios, de forma continua, exasperante, se ordenan cambios de rumbo, se notifican nuevos destinos. Me gustaría saber algo de la carga, pero con el tiempo he comprobado que el prestigio que ostenta un intermediario de Dios es mucho más eficaz que el de un capitán consciente de sus responsabilidades. Presiento que muchos de los marineros me ven ya como un sacerdote, y lo cierto es que mi modo de dar órdenes ha cambiado. Ya no soy enérgico y tenaz. Me limito a modular la voz y trazar amplios gestos con la mano, gestos casi litúrgicos.

He sorprendido a un marinero portando una estatuilla de barro. La estatuilla tiene mis rasgos. Y de repente pienso que bien poco vale conocer o no la carga ante el halo de autoridad que voy acumulando. Los pocos marineros que están al tanto del secreto (los pocos incapaces de aceptar un hecho tan risible como confundir la radio con un diálogo con Dios) son aquellos que, curiosamente, han empezado a desconfiar de mí. Insisten una y otra vez en que el armador nos ha traicionado, que este es un viaje delirante y dura ya demasiado, que deberíamos abrir las bodegas para ver lo que contienen. El alemán y los dos turcos son hombres recios, pero yo prefiero no atender a sus demandas. Hace tiempo que el secreto de la carga me importa más bien poco. Estoy decidido a no lucir ya más la gorra de capitán. Les sugiero un trato mejor: idear algún complicado rito, algo que confirme ante los demás mi condición sagrada. Hoy los tres marineros han venido a verme al camarote y me han sorprendido confeccionando una larga túnica. Creo que se están impacientando. Hay algo embriagador en el ambiente que me ha cegado hace semanas, pero sólo cuando me dirijo a ellos llamándoles "hijos míos" presiento que todo está perdido. El alemán saca entonces un arma, oigo una detonación y mientras me desplomo comprendo que muy pronto me será revelado, por fin, el contenido de la carga.

Pedro Ugarte
Enero, 2002


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