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Introducción a los poemas de Pere Marcilla i Blasco
Poètica de la Contracultura , Pàgina 22
Publicacions de la Universitat de Barcelona
Barcelona 2003
Texto original (catalan)


Un día de 1978 o 1979, el escaparate de la librería Cosa Nostra de la calle Hospital apareció decorado con un maniquí. De la bragueta le salía una bombilla roja que miraba todo aquel que pasaba por delante del escaparate. Daba gusto verlo, más aún si tenemos en cuenta que al lado del maniquí una televisión mostraba a Franco con un parche en el ojo, como si fuera un pirata. Llegó la policía, que según el agente acudió al lugar porque la habían avisado los vecinos. Después de discutir sobre la conveniencia o inconveniencia de aquel escaparate, que podría resultar molesto para las señoras e inconveniente para los niños, Pere consiguió que con sólo apagar la bombilla accedieran a no retirarlo todo. Lo celebramos como un gran triunfo.

Conocí a Pere Marcilla en 1977. Algunos de los inquietos militantes de la CNT o de los autónomos íbamos a comprar a la librería Cosa Nostra de la calle Cartagena, frente al Hospital de Sant Pau, que regentaban David Urbano y él mismo. David Urbano era un veterano militante anarquista que había pasado bastantes años en la trena y que era amigo y afín de Luis Andrés Edo, en aquel momento nuestro gurú. Siempre preguntábamos por David y como nunca lo encontrábamos empezamos a charlar, y acabamos haciendo amistad con Pere, un auténtico iconoclasta, que detestaba los mitos, pero que siempre te proponía unas lecturas que, para mí, eran fascinantes. Si no tenía dinero le podía devolver el libro y si no me gustaba lo podía cambiar por otro. Para un adolescente alocado como yo, acostumbrado a que siempre lo trataran a bastonazos —incluso en la CNT—, la confianza de Pere fue fundamental. Fui a menudo en peregrinación a la calle Cartagena, y también a la trastienda de la calle Hospital donde se instaló la nueva y magnífica librería, que todavía conservaba el olor de los botes de humo de la policía o el hedor de zotal de las comisarías, de las que me hice un especialista. Pere me enseñó William Burroughs, las novelas policíacas de Boris Vian, Dashiell Hammet, Lovecraft, los cuentos sobre el éter de Jean Lorrain e incluso El mecanoscrit del segon origen de Pedrolo, que le encantaba. La conversación era estimulante y cuando había reuniones, Pere siempre movía su lengua como un látigo para combatir a carcas, progres y todo tipo de hippies de postal. Se había formado en la calle y en la Modelo y supo hacer de la impertinencia un auténtico arte.

Yo militaba en la secretaría de organización de uno de los sindicatos de la CNT de Barcelona, y en el local de este sindicato nos acostumbramos a las reuniones clandestinas de madrugada, a las que asistían, entre otros, Martí Sans, José Manuel Pérez, Marta García, Xavier Sabater y otros activistas que superaban incluso el corsé de la contracultura oficial. Pere siempre andaba metido en algún proyecto: las librerías mencionadas, las revistas La Cloaca y Fuera de Banda, la editorial La Cloaca, el colectivo Tricoco, la posibilidad de crear casas ocupadas al estilo de los squaters o la coordinación de todo tipo de iniciativas en paralelo —algunas de las cuales se perpetraron en la comuna de la Miranda, detrás del Parque Güell— a los grandes actos que organizaban los libertarios, como las Jornadas del Parque Güell y del Salón Diana, el Míting de Montjuïc, las sesiones del cine Princesa y tantas otras.

Con sus cazadoras negras estilo Lou Reed, Pere se movía de aquí para allá extendiendo la rabia. Fuimos vecinos durante la época en qué él y Marta García vivían en la calle Rubens, en Vallcarca, y cuando con mis amigos de la infancia nos tropezábamos con él por el barrio, siempre teníamos la sensación de que era alguien importante. Y sí que lo era, porque nunca se chupó el dedo, porque no tragaba con nada ni con nadie, porque tenía un punto de vista propio sobre lo que pasaba por delante de sus ojos y por el mundo. Aquellos eran tiempos de gregarismo, cuando todo el mundo quería afiliarse o pertenecer a una asociación. Él, en cambio, era un individualista extremo, seguidor de Max Stirner y de Enrico Malatesta, dentro del pensamiento anarquizante que nos motivaba entonces.

A Pere Marcilla —como a tantos otros— no le sentaron nada bien los años ochenta: culto al dinero, cocaína y las horteradas que se representaban en las indumentarias de los Duran Duran, Spandau Ballet y otros pajarracos de aquel momento. Nos volvimos a reencontrar, esta vez en el bar Orfeo Negro, en el Sidecar o en el Abracadabra, ya en plena efervescencia del punk. Había perdido punch: se había separado, estuvo viviendo una temporada en la calle Sardenya, en casa del Biodramines, y también en casa de su padre, en la calle Enamorats, y, ya en malas condiciones, en la cueva que tenia Jordi Pope en la calle Venus, en Gràcia. Cada vez lo veía más incómodo. Había ido pasando de venir a las reuniones. Iba a su aire, aunque compartía algunas de las viejas amistades, por ejemplo la de Quique Bendito, Salvador Rodés, Albert Subirats, Carles y Núria, Maite y Piru Cirujeda, Montse Gurgui, Xavi y Dani Vidal, Lluís Rovira, Eulàlia Framis, Meritxell Salas y Joan Vinuesa, entre muchos otros que se movían por el triángulo que forman Gràcia, la Sagra y el barrio chino, la Barcelona de Pere.

Cuando reaccionó, ya era un poco tarde. Durante los años noventa nos citamos para ir juntos a ver a Xavier Folch, de la editorial Empúries, que había publicado las primeras ediciones comerciales de Enric Casasses. El editor se mostró interesado por conocer sus poemas, pero entonces Pere ya no sabía dónde tenía nada. Me insistió en que buscaría por las casas donde había ido languideciendo, y algunos de los poemas que hemos seleccionado aquí los escribió pensado en la publicación. Se le notaba que tenía ganas. No se presentó a la última cita y cuando por casualidad lo encontré en el metro, me dijo que estaba haciéndose pruebas y análisis, pero que estaba animado y que creía que no le encontrarían nada. No duró mucho.

Aparte de considerarlo amigo y maestro, creo que Pere Marcilla fue un individuo extraordinario. Tenía cosas que decir, pero no llegó a terminar de decirlas. Sería necesario ampliar y contrastar estos poemas —algunos son excelentes— con los cuentos que publicó en las revistas Fuera de Banda y Trotón o en los artículos de la revista Star, en las que firmaba con diferentes seudónimos. Con esta cata os podéis hacer una idea sobre este anarquista total, que había conocido el lado oscuro porque no le gustaba el claro. Como dice en uno de sus poemas: “la vida es un instante (fundamentalmente lleno de mierda), la muerte es eterna”.

© David Castillo
Texto original (catalan)

Traducción al castellano, de Agustí Colomines y Arturo Montfort, con el permiso del autor.
Agustí Colomines i Companys es profesor titular de historia contemporánea de la Universidad de Barcelona y recientemente nombrado nuevo director del Centre Unesco de Catalunya

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