Ahora que esto de los crímenes domésticos -quizás
encubriendo crímenes mayores-, y que lo de los actos de terrorismo
estrepitosos están a la orden del día, aparece esa
terrible imagen de que bajo la barba de tu vecino puede haber un
cruel asesino. A mí me gustaría rescatar justo la
idea contraria: bajo la barba del vecino puede haber una persona
extraordinaria.
Un evidente resultado de este axioma se dio cuando, en 1992, un
amigo y yo dedicamos un libro y un vídeo a Isidre Prunés
y Montse Amenós, dos de los más destacados escenógrafos
de por estos lares. Montse Amenós había sido vecina
de una modesta casa de pisos de la barcelonesa calle de Vallirana,
donde pasé buena parte de mi infancia.
Posteriormente, mientras hacíamos la larga entrevista que
iba a constituir el núcleo del libro que editamos sobre Josep
Palau i Fabre (1993), una fugaz indicación suya me puso sobre
otra pista: Palau hablaba, como de una “rara avis” a
la que admirar, del editor de poesía Pedreira, precisamente
aquel discreto vecino del entresuelo, que recuerdo sonriente, discreto,
apoyado en su elegante bastón. Después he ido oyendo
repetidamente el nombre de Pedreira en otros muchos testimonios
sobre la época de la posguerra.
Ahora, recientemente, leyendo el libro de Patricia Gabancho (“La
postguerra cultural a Barcelona 1939 – 1959. Converses”.
Editorial Meteora, Barcelona 2005), un intento de registro de la
memoria con el que me siento muy cómplice, aparece de repente
la sorpresa de los vecinos de al lado.
De críos, la característica definitoria de los Salvador
fue la de impresores de las tarjetas familiares. Inicialmente, debido
al tipo de (des)enseñanza de la época, cuando mis
padres nos dijeron que no eran católicos, sino protestantes,
de forma automática, en nuestro fuero interno, los demonizamos.
Muy pronto, viendo las excelentes personas que eran, todo el esquema
mental que nos habíamos construido empezó a temblar,
hasta resquebrajarse por completo...
Otro recuerdo que conservo sobre ellos es mucho más cercano
al comic, o a unos dibujos animados estilo “La pantera rosa”:
Una noche sonó el timbre de casa y yo, de unos ocho años,
seguramente con un trozo de pan o un plátano en la mano,
fui corriendo a abrir. La imagen que apareció enmarcada en
el umbral de la puerta aún hoy me produce escalofríos.
Fue una impresión fortísima. Se trataba de un bombero
enorme, vestido como mandan los cánones: casco, botas, chaqueta
de cuero, un hacha en sus manos preparada para actuar.
-“¿Los señores Salvador?”-, me preguntó
ese gigante.
Completamente enmudecido por el susto, señalé tímidamente
con el dedo a la puerta del otro lado del rellano. Se ve que tuvieron
un cortocircuito con un aparato eléctrico, de no demasiada
importancia... pero que se me gravó para toda la vida.
En el libro de Patricia Gabancho, Jordi Sarsanedas dice que “havia
entrat en contacte amb una impremta disposada a fer d’impremta
clandestina (...) Aquella impremta era la Salvador, del carrer Vallirana.
(...) En aquesta impremta Salvador es va fer algun número
d’Ariel i imprimia també publicacions que, per ser
de religió protestant, eren també clandestines. Un
dia els vam haver d’avisar que se’ls preparava una operació
de la policia. (...)(*)”.
Y, como anécdota: “En aquesta impremta, que no es pot
dir que fos ben bé clandestina, perquè feia de tot,
hi havia un treballador que sí que ho devia ser, de clandestí.
Era un policia, un dels ‘grisos’! Vull dir que, en aquella
impremta que treballava amb coses no autoritzades, hi arribava un
senyor vestit de gris i hi feia hores com a caixista. (**)”
Ellos ya no existirán, pero sí seguramente sus hijos,
que siguieron gestionando la imprenta. Tengo intención de
hacerles llegar este informe, escrito quizás algo descuidadamente,
dándoles las gracias por haber sido tan buenos vecinos.
Pese a que no tengo eso que se llamaba vida social, a que exhibo
una (des)memoria horrorosa, a que olvido y confundo los nombres
de la gente -incluidos familiares-, conozco también otros
vecinos que, sin incidencia directa, como esos otros, en el mundo
de la cultura, han tenido una evolución personal y familiar
encomiable, pero es que ahora, además, estoy seguro de que
detrás de aquel anónimo vecino del que ni me acuerdo,
descubriré una persona de extraordinario valor ¡y yo
no me había siquiera percatado de su existencia!
En esta época en que, en cualquier nueva campaña
de seguridad que pueda aparecer, todo va encaminado a desconfiar
y, si es posible, a provocar que denuncies al vecino a la policía,
creo que está bien mencionar esta otra posibilidad.
de
Juan Manuel García Ferrer
En letras de molde
(*) me había puesto en contacto con una
imprenta dispuesta a hacer de imprenta clandestina (...). Esa imprenta
era la Salvador, de la calle Vallirana. (...) En esta imprenta Salvador
se hizo algún número de la revista Ariel, al tiempo
que imprimía también publicaciones que, por ser de
religión protestante, también eran clandestinas. Un
día les tuvimos que avisar que se cernía sobre ellos
una operación de la policía (...)
(**) Esta imprenta, que no puede decirse que fuera
del todo clandestina, porque hacía de todo, tenía
un trabajador que sí debía ser clandestino. ¡Era
un policía, uno de los ‘grises’! Es decir: en
esa imprenta que trabajaba en cosas no autorizadas, acudía
un señor vestido de gris, y hacía horas extras como
cajista.
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