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LECCIÓN DE IDIOMAS  4 continuación
de Pedro Ugarte     

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Yo la invité a pasar. Implacable, utilicé para ello las enmarañadas construcciones del pastor calvinista.

Sorkunde parecía aturdida. Como una sonámbula, se introdujo en mi despacho y comenzó a desvestirse. A pesar de mis tanteos anteriores, nunca había visto a Sorkunde verdaderamente desnuda. La montaña precisa de gruesísimos jerséis, y un saco de dormir no puede confundirse precisamente con un lecho de amantes. Aireando sus generosas curvas, Sorkunde se sentó sobre mi mesa de despacho (sobre el libro abierto de Leizarraga), apoyó los pies en la silla, alzó los brazos, los colocó detrás de la nuca y se me ofreció.

Se trataba de uno de esos momentos que, de tan esperados, no le dan a uno la oportunidad de pensar. Quiero decir que hubiera sido mucho más natural sugerir "vayamos a la cama" o algo así. Pues no. A pesar de que lo tenía todo ganado, sentí una repentina aversión a cualquier comentario. Me encaramé a la silla como pude y traté de acceder a Sorkunde salvando el flexo de la lámpara y las aristas de la mesa.

En medio de semejantes gimnasias, se me reveló toda la verdad: no tenía miedo de que se violentara, tenía miedo de hablar en euskera. Todavía peor, se me había olvidado todo. Creo que en esos momentos no hubiera sido capaz de articular una sola palabra en cualquier idioma distinto a aquel con el que nací para llamar a mi madre.

A pesar de la postura complicada, conseguimos encajar, como dos piezas de un puzzle que hubieran esperado mucho tiempo para unirse. Yo me acaloraba, sudaba, hacía lo posible por no articular palabra. Pero al alcanzar el éxtasis no lo pude evitar. Fue superior a mis fuerzas, fue superior a mi obstinado sentido de la concentración. Y tuve que exclamar, en nítido castellano:

- ¡Dios mío, Dios mío! ¡ Sorkunde! ¡Voy a correrme!

Un rápido cortocircuito paralizó todas las fibras de su cuerpo. Sorkunde bajó los brazos, se cubrió con ellos el pecho y me miró con ojos desencajados.

Y yo, aturdido, sólo acerté a decir (y, ya perdidos por completo los papeles, también en castellano):

- Lo siento. Se me escapó.

No tuve tiempo para reaccionar. Sorkunde descendió de nuestra poltrona erótica, se vistió y salió dando un portazo. No acerté a explicarme. Los verbos vizcaínos y suletinos, el léxico guipuzcoano y bajonavarro, y el milimétrico batua, todo se revolvió en mi cabeza, sin poder utilizarlo en una sola frase de disculpa.

Sobre el Apocalipsis de Leizarraga, Sorkunde había dejado algunas gotas de humedad y, unos versículos más arriba, como en el filtro de un cigarrillo consumido (o como en sus mismas bragas, un día de mucho calor) la tenue marca anal de su dulce nicotina.

No pude volverla a ver. Todos mis esfuerzos fueron inútiles. Sentí el absurdo boicot de sus amigos, que a partir de entonces me miraron con desprecio. Todo por unas pocas palabras. Unas estúpidas palabras. Mal negocio las palabras. Por una sola de ellas alguien puede juzgarte para siempre.

A todo esto, he de decir que mis infernales extravíos por la montaña en busca de Sorkunde no dan una verdadera imagen de mí. En la universidad, era conocido entre los alumnos por mi inseparable pajarita y últimamente también por mis profundos conocimientos de dialectología vasca, que todos atribuían a mi irresistible inclinación por la insolencia erudita, y no por sus verdaderos y sórdidos móviles, que creo ya haber explicado.

Desde que comprendí que jamás podría rendirla, adopté por algún tiempo esa melancólica pose de los que mueren de mal de amor, algo que si se explicita resulta lamentablemente ingenuo pero que si sólo se deja entrever en la mirada queda, la verdad, bastante interesante. Yo deambulaba por el campus con aire apesadumbrado, regalaba mesuradas sonrisas, no quería hablar con nadie de mis problemas sentimentales, pero sí mostrarme con todo el mundo solícito y atento. Quería decir: "Estoy mal, pero lo voy superando, gracias".

Fue una cuestión de mera estadística. En los jardines del campus, en el bar de la universidad, una chica joven cruzaba repetidamente la mirada conmigo. Era estudiante. Cuando comencé a perseguir a Sorkunde yo era ya profesor. Pero ahora habían pasado los años y la diferencia de edad se hacía aún más evidente. Comprendí que debía cambiar mi estrategia. Uno debe adoptar a lo largo de los años diversos personajes. Intuir en cada momento aquel que le corresponde no es sólo resignación sino un primer paso para la sabiduría. El propio cuerpo impone, con crueldad, estas amargas evidencias: si yo intentara ahora subir un monte pirenaico, siguiendo la zigzagueante estela de Sorkunde, sólo conseguiría que me llevaran a casa, de regreso, en ambulancia.

Pero, por otro lado, una somera investigación de los rasgos de aquella nueva chica hacía bastante improbable que pasara sus fines de semana en el campo, con una tartera llena de tortilla y pimientos del piquillo. Lo suyo eran vestidos rojos ajustados y largos pendientes a juego. Normalmente llevaba el pelo recogido, a menudo en moño, como si fuera un desafío, en la seguridad de que eso es algo que sólo pueden permitirse las mujeres verdaderamente guapas. Bastante más delgada que Sorkunde, sus vestidos enfundados dibujaban sin embargo líneas inequívocas.

Un día, a eso de las once, me acerqué, como era mi costumbre, a la cafetería de la facultad. Solía tomarme un café con leche y, si tenía hambre, un bocadillo de tortilla. Aquello me desasosegaba un poco porque, si me decidía por el bocadillo, siempre aparecía alguien para hablar conmigo (y a menudo alguien con quien no me ligaba una confianza especial), de tal modo que comer mi bocadillo y sostener las buenas maneras con un desconocido resultaban tareas completamente incompatibles.

Precisamente uno de aquellos días en que, tras un vistazo alrededor y previendo por fin unos minutos de soledad, me atreví a pedir un bocadillo, una voz femenina, a mi espalda, sostuvo la siguiente pregunta:

- Profesor, permítame, ¿cuál es la razón de su inexplicable interés por la dialectología vasca?

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