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LECCIÓN DE IDIOMAS  8 y final
de Pedro Ugarte     

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- Me asombra su inmadurez, profesor.

Decidí insultarla, pero no se me ocurrió nada. Congestionado por la rabia, sentí que mis mejillas se hinchaban como las de un trompetista.

Pero al otro lado del hilo sólo se oía ese pitido del teléfono que tan desagradable resulta al oído cuando el otro ya ha colgado.

Me sentía cansado; se trataba de ese cansancio que nada tiene que ver con el cuerpo, un cansancio plomizo arrastrado secretamente, y que me llevaba ahora a dilatar mis días de fiesta en los bares próximos a casa, dando vueltas a un vaso de güisqui, y dejándome distraer por una grosera litografía colgada de la pared o por el ininterrumpido repiqueteo de las máquinas tragaperras. Me preguntaba la razón de haber tenido tan mala suerte con las mujeres, por qué me costaba tanto entenderme con ellas, por qué siempre hablábamos idiomas distintos. De repente, mi particular calvario tomó forma de espléndida metáfora.

En una de aquellas aburridas tardes de domingo inutilizadas en bares oscuros, conocí a Maica. Maica trabajaba en uno de ellos; era la chica de la cocina, la que preparaba las tortillas y los pinchos y los menús del día, la que, por las noches, también limpiaba el local. Me conmovió la imperceptibilidad de su rostro y su cuerpo, todo recorrido por una absoluta sencillez.

Trabé conversación con ella. Una noche, la esperé cuando cerraban el bar. Tomamos café juntos.

Tuve suerte. Me aseguró que no conocía ningún otro idioma. Había dejado la escuela a los catorce años. Creo que le aturdió un poco comprobar el efecto que causó en mí su ignorancia lingüística.

- ¿De verdad que no sabes nada? - insistía yo - ¿Ni un poquito de inglés? ¿Ni euskera?

- Nada de nada - respondió, con la sonrisa inquieta de quien no entiende lo que está ocurriendo.

Mi rostro se iluminó. Quedamos al día siguiente. Desde entonces abrumé a Maica con regalos y atenciones de princesa.

Ni siquiera en esas ocasiones uno puede sacudirse cierto grado de perversidad interior: maltratada por la vida, escasamente atractiva y sin dinero, comprendí enseguida que bastaría el ejercicio de una elemental galantería para conseguir ganarla ya.

Nos ennoviamos. Nos casamos. Maica dejó el bar. Percibí enseguida que sentía un respeto supersticioso por mi trabajo. Para ella, yo era una persona muy sabia y tampoco entendía cómo me había fijado en ella. Pensé que todo eso me aseguraría su fidelidad infinita en el futuro. Ella limpiaba siempre con cuidado los libros de mi biblioteca e incluso, para complacerme, comenzó a leer un poco.

Yo daba en la universidad clases de latín, lengua que me apasionaba desde los tiempos del bachillerato y a la que ya había dedicado muchos años de mi vida.

- La hablaban los romanos -respondí, a una de las tímidas preguntas de Maica- una gente que conquistó todo el Mediterráneo hace dos mil años. Tuvieron buenos escritores. Hoy muchos piensan que no vale para nada, pero yo creo que sigue siendo algo importante.

- Si tú lo dices, así será.

Me conmovió un día, al llegar a casa, ver a Maica en la cocina, ojeando una de mis ediciones de los Comentarios a la Guerra de las Galias. Era un libro para estudiantes: debajo de cada línea en latín aparecía la traducción literal al castellano. Allí estaba Maica, leyendo con el dedo índice sobre las líneas, con cuidadosa absorción, y moviendo los labios para dibujar en ellos las palabras que iba descubriendo.

Me miró sobresaltada.

- Lo siento, lo siento mucho - dijo - Sólo quería mirarlo un poco.

- No tienes que disculparte - respondí, poniendo las manos sobre sus hombros- Me parece estupendo que quieras aprender.

- ¿Me ayudarás?

- Claro que te ayudaré. Verás, quizá sea un poco difícil, pero todo puede superarse con buena voluntad. Unos esposos deben amarse. Y comprenderse. Para comprenderse sirven las palabras -Tomé el libro de César, que ella tenía entre las manos- Y estas palabras también serán las nuestras.

Sus ojos se iluminaron. Maica me abrazó.

- Aprenderé - dijo, casi con lágrimas en los ojos, como si presintiera algo - Haré todo lo necesario para que sigamos siendo felices.

Lentamente, sobre aquel librito elemental, Maica fue balbuceando las complicadas declinaciones. Yo estaba entusiasmado. Aquello nos uniría tanto. Además, Maica tenía muchas ganas de aprender y ahora al menos disponía de tiempo para hacerlo. Fue una temporada dura para ella porque yo estaba muy ocupado. Debía pasar mucho tiempo estudiando y haciendo viajes a Madrid, todo para preparar el asalto definitivo a cierta cátedra de griego comparado (clásico, demótico y contemporáneo) que quería obtener desde hacía algunos años. Me fascinaba el griego. Pobre, pobre Maica.


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