LITERATUYA
 escribo porque escribo y porque tú

REVISTA DE LITERATURA

 
 Revista de Literatura » Relatos » Lección de idiomas 1 2 3 4 5 6 7 8  

  

> LITERATUYA
INFORMES
>> RELATOS
POEMAS
ESCRITOS...
CLUB de los Cronopios


RELATOS

de Emilio Arnaiz
El Soho y otros relatos

de Miguel Gutierrez
Para y por ti

de Sira
Un siniestro

de Marcelo D.Ferrer
Crónica de una
  noche de niebla

de Rosa Mora
• El espejo, el río,
  la ciudad

de Julia Otxoa
Oto De Aquisgrán
• Correspondencia
• El escritor en tiempos de crisis
• El tren de las seis
• Longevidad
• Firma
• Muzzle
• Caballos
• Avenida Lincoln

de Miquel Silvestre
Diario de un gigante
• Federico

de Salvador Luis
• El vuelo

de Massi Lis
• Las plantas dormilonas

de Sergio Borao
• Feria

de Bardinovi
• Chica en tránsito

de Remei Romanos
• Collage con merengue

de Marcelo Choren
• Volver al mar
• En la madriguera
• El mejor amigo
• Margaritas de chocolate
• Dos manchas blancas

de Pedro Ugarte
• La curva de Flick
• El escritorio
• Un dios vulnerable
• Travesía
• Lección de idiomas

de Arturo Montfort
I can’t get no   satisfaction
• Yo soy la morsa
• Yo soy la morsa (contraportada)
• El archivo secreto
• Mamá ha muerto
• Mátame

de J.L. Caballero
• Las cartas de Antioquía
• Como lágrimas en la lluvia
• Palabras de un rebelde
• Una de mis historias

de Toni Martínez
• El silencio al otro lado



ads

LECCIÓN DE IDIOMAS 7 Continuación
de Pedro Ugarte     

Versión para imprimir
y leer más tarde... en papel
Mis conocimientos de idiomas suscitaron la simpatía de Yolanda. Al principio, su acercamiento a mí se había producido por razones estrictamente intelectuales: hablar del agujero de ozono o del sentido de la vida. El sexo formaba parte del interés, imagino, para añadir a su lista de amantes también a un profesor universitario. Pero eso no lo relacionaba con ninguna clase de afecto. El italiano, sin embargo, aumentó nuestra complicidad y, de alguna forma inexplicable, hizo surgir el cariño. Ahora no sólo se comportaba en la cama como una auténtica loba sino que también, antes y después, nos regalábamos caricias.

Pasábamos las vacaciones en cualquier ciudad de Europa. Recuerdo unas Navidades en una casita alquilada en la costa sur de Islandia, donde vivimos quince días de larga noche polar, bajo una luz anaranjada, oscura, que duraba gran parte del año, recuerdo unas vacaciones en Palermo, recuerdo un hipódromo en Londres, y unos preciosos jardines en Viena.

A veces, Yolanda viajaba sola. Noté que era una de esas personas que guardan celosamente su independencia. Es curioso cómo cambian las costumbres humanas pero cómo, a la vez, el fondo de éstas sigue siendo el mismo. Yolanda jamás tuvo problema en acostarse conmigo, pero presentarle un anillo de compromiso la hubiera escandalizado por completo, la hubiera indignado más que si pretendiera violarla (simulacro éste que me obligaba a representar, y lo hizo tantas veces que yo ya me preguntaba si debía considerarme un verdadero pervertido porque lo único que saliera de mí fuera ternura, fondos inacabables de impudorosa ternura). Pues bien, de uno de aquellos viajes, Yolanda regresó con un tipo llamado Giovanni, un transalpino que sabía vestir bien, tenía morena cabellera y una nariz representativa de su raza. Me desconcertó que cenáramos los tres, que los tres fuéramos luego de copas. Pero se resolvió mi desconcierto cuando, de regreso a casa, Yolanda dijo al taxista:

- Pare aquí, por favor - y luego, mirándome- : Giovanni y yo nos bajamos. Hasta mañana, cariño.

Durante el resto del trayecto, sentí los ojos del taxista clavados en el retrovisor, apuntando una burla silenciosa.

No vi a Yolanda durante los tres o cuatro días que el italiano estuvo aquí. Luego no me atreví a inquirir nada en absoluto. Yo estaba atrapado en mi papel. La verdad, entre ella y yo no había ningún tipo de compromiso. No había forma de pedirle explicaciones. Sabía ya que, para ella, la intimidad física no creaba ningún tipo de vínculo, que un abrazo terminaba cuando se deshacía y que nadie tenía derecho a mantener mediante el recuerdo invisibles lazos de compromiso. En fin, yo era un antiguo, sentía por la monogamia una fervorosa inclinación, algo tan salvaje e irrefrenable como otro tipo de instintos. Pero pedir explicaciones hubiera sido una muestra de debilidad y, por estúpido que me pareciera todo eso, yo me consideraba al fin y al cabo un hombre de mi tiempo, es decir, alguien que debe sobrellevar los prejuicios de su época con la misma resignación con que otros hombres han soportado los de la suya.

Lo que soporté de mala gana durante los meses siguientes fue la compañía de Yolanda. Ni siquiera insistía con tanto entusiasmo como antes en mis lecciones de perfeccionamiento de inglés o de italiano. Por otro lado, Yolanda había comenzado a preparar su ingreso en la Escuela Diplomática. Eso no supuso una vida más serena, llena de días de estudio. Antes bien, su actividad aumentó. Jamás se privaba de vacaciones y durante el resto del año pasaba gran parte del tiempo convulsionando con sus vestidos rojos media Europa.

Un día regresó de unos de sus viajes en compañía de un joven alemán. Kurt, me explicó ella, era un relevante funcionario del Parlamento Europeo. Quizás debido a que soy bastante alto todo se resuma en una falta de costumbre, pero la verdad es que me revientan los tipos que son más altos que yo, y no digamos si sus hombros y sus brazos redondean el conjunto en una hechura más sólida que la mía. Odié desde el primer momento a aquel tipo rubio que me sonreía siempre con benevolencia. Es repugnante la idea de que existen razas superiores, pero esa repugnancia resulta menos política de lo que parece. Son sentimientos que nacen de otro sitio, de sensaciones menos éticas, menos confesables. Posiblemente de la envidia. Posiblemente de la insania de verte obligado a competir con un tipo más rubio, más fuerte y más alto que tú.

Kurt y Yolanda, claro, no se privaron de hablar delante de mí en alemán, lengua que yo desconocía por completo. Me daban ganas de encontrar en una esquina a cualquiera de esos aldeanos que ella decía y sumergirme yo también en una conversación completamente opaca a sus oídos. Tras la cena y las copas, ya en el taxi, pensé que hacerme el escéptico era el recurso más socorrido que tenía.

- Kurt es estupendo - me dijo Yolanda - En Bruselas me ayudó a practicar el alemán. Deberías aprenderlo. Es un idioma lleno de fuerza y vigor.

- Sí, no hay más que mirar a Kurt para saberlo - respondí.

Por supuesto que no iba a aprender alemán. Estaba harto, estaba hartísimo. Pronto llegó el taxi hasta mi casa. Bajé sólo, porque, al contrario del refrán, la esperanza es lo primero que se pierde y así no te dan disgustos. Me alejaba, seguro de que nadie iba a acompañarme. Oí entonces la voz de Yolanda, a mi espalda, lanzándome un saludo. Me di la vuelta. El alemán agitaba la mano, despidiéndose, con ese gesto un poco ridículo que tienen los fortachones cuando hacen cosas delicadas. Yo le grité un insulto en euskera, pero parece que él nunca había tenido mis problemas idiomáticos: asintió ostensiblemente con la cabeza, y sonrió, y casi parecía agradecido por mis palabras vejatorias.

No quise ver más a Yolanda. Imaginé que Kurt se había largado otra vez a su despacho de eurofuncionario cuando ella comenzó repetidamente a llamarme por teléfono. Pero no quería verla, no quería verla en el resto de su odiosa vida ni en el resto de la mía. De repente, un día, regresó al más frío usted.

- Profesor, se está usted comportando como un niño.

- No como un niño, maldita sea - contesté - como un cura, como un auténtico cavernícola. Soy el perfecto retrógado, señorita. Me gustan los toros y el arrastre de piedras. Y voto por el velo en el rostro de las mujeres para que no parezcan prostitutas.

Versión para imprimir

Otras Literaturas
autoretrato Carles Verdú
• Conversaciones
  por Ferran Jordà
  y Arturo Montfort
• Retratos
• Ilustraciones de   Cortázar
Libro de artista

Juegos y acertijos
Ambigrama
 Anagramas
 Sam Loyd
 Enigmas, acertijos y rompecabezas clásicos
 Ambigrama: De joc a joc
• Ambigramas
• Enlaces


Novedades
 Novedades editoriales
 Anhelo de vivir
 Textículos bestiales
• Materiales para una expedición
 Lo que queda del día
 El corazón de las tinieblas



Autores
George Steiner
Julio Cortazar
John Le Carré
Vladimir Nabokov
Umberto Eco
Lewis Carroll
Raymond Carver







Cronopios | Informes | Relatos | Poemas | Juegos | Otras Literaturas

diseño de páginas web
 diseño web | retiros yoga | promoción web
 Patrocinio: fundicion bronce
© Literatuya